Llegó a la estación justo
cuando el tren se iba. Qué mala leche, se dijo, casi una hora hasta que pase el
siguiente; menos mal que es verano, concluyó estúpidamente, como si el calor
fuera un consuelo para una tarde llena de frustraciones.
Es
que las cosas habían salido mal desde el principio. Primero, el altercado con
el jefe en la oficina. Luego, la llamada imperiosa de Laura exigiendo verlo, él
prometiendo que iría pero no era seguro a qué hora, que lo esperara. Finalmente,
el tren que salió con atraso y llegó a destino bastante después de lo
previsto. Pero Laura no lo había esperado y tampoco lo había querido recibir cuando fue hasta su
casa.
Masticando
bronca emprendió el camino de regreso a la estación. Fue pateando escrupulosamente
las bolsas de basura que encontraba a su paso. Un perro solitario comenzó a
rondarlo, buscando compañía. Cuando lo tuvo a su alcance, levantó la pierna y
vio cómo el zapato se clavaba en las costillas del animal, que se alejó
aullando. Perro de mierda, murmuró, y siguió pateando al vacío, con ganas de
más.
Y
ahora este garrón, pensó al ver alejarse el tren.
Se
dejó caer sobre uno de los bancos de la sala de espera. Sobre el otro, un bulto
oscuro dormía su borrachera o su miseria. Afuera, un foco solitario desparramaba
su luz amarillenta sobre el andén desierto, cuyos extremos se perdían en la
sombra.
De
pronto, el silencio fue invadido por las risas de un grupo de muchachos que
atravesaron la sala a la carrera, rozándolo. Instintivamente se retrajo.
Cuidado con estas patotas, nunca se sabe. Los muchachos hablaban en voz alta,
casi a los gritos, y a través de la puerta entreabierta le llegaban frases sueltas, no sabés lo que
era esa mina, unas tetas así; fragmentos de conversación que permitían
reconstruir toda una saga de aventuras eróticas. Cada hazaña era celebrada con
carcajadas cómplices, que sonaban desafiantes en medio de la noche. Se sintió
un intruso, involuntario espectador de una ceremonia ajena.
Los
otros seguían hablando, despreocupados, pero él vio, le pareció ver que lo
señalaban con un movimiento de cabeza y hacían un comentario y sonreían. Creyó
reconocer, inconfundible, la voz ronca del negro Quiroga. Sintió un sobresalto.
¿Realmente era él? ¿Qué hacía allí? Había dejado el secundario a la mitad y
nunca supo más de él. Y ahora, de pronto...¿por qué se acordaba justo ahora de
las charlas en los pasillos o de las competencias en el baño cuando todos,
menos él, se la medían y el negro Quiroga le decía con una sonrisa aviesa, mirá
qué grande, no te gusta...?
Sintió que algo se removía
dentro de él, subiendo desde lo más hondo hasta agriarle la boca. Se levantó y
comenzó a caminar hacia el extremo del andén, alejándose del grupo. Se detuvo
para encender un cigarrillo. Entonces lo vio, apoyado contra una columna, en el
límite exacto donde moría la luz.
-
Hola-, dijo, emergiendo de entre las sombras.
Qué joven era, casi un adolescente, el pelo rubio cayendo en mechones
desparejos sobre la frente. Y qué vulnerable parecía, con los hombros caídos
bajo la camisa chillona, parecida a ésa que él había usado alguna vez. Sin
darle tiempo a responder, continuó: -También a vos te corrieron los otros...
Esos fanfarrones, siempre haciendo alarde-
y a través de sus palabras, él adivinó, reconoció, una historia de
exilio y humillación.
El
adolescente lo rondaba como un animalito solitario en busca de compañía. De
pronto pidió: -Me das fuego...- y cuando ahuecó las manos alrededor de la
llama, él sintió la caricia tímida sobre los dedos. Entonces comprendió. El
insulto le quemaba los labios pero no llegó a decirlo. Los ojos del adolescente
lo detuvieron, mendigos como sus palabras:
-
Querés ir a dar una vuelta...- La voz
sonaba humilde, pequeñita. Como la suya cuando Quiroga lo arrinconaba contra la
pared del baño y él pedía, no negro por favor. Pero Quiroga era duro y fuerte y
se reía, siempre se reía cuando lo obligaba a agacharse.
El
otro repetía anhelante: - Querés, vamos...- mientras lo aferraba de las muñecas.
Se apartó confundido, casi
asqueado, pero luego fue sintiendo cómo el rechazo se convertía, primero en una
turbia complacencia, y finalmente en una furia sorda que le endurecía la cara.
Se acomodó el pelo rubio que le caía en mechones desparejos sobre la frente y respondió: -Vamos.
Caminaron
a lo largo del paredón que bordeaba las vías, buscando ese recodo donde
comenzaba el baldío. Cuando se detuvieron, esperó que el otro tomara la
iniciativa. Lo dejó hacer, sin responder al abrazo. Después, arrinconándolo
contra la pared, lo obligó a agacharse.
La
patada dio en pleno rostro del adolescente. Luego vinieron muchas más, que lo
hicieron rodar por el suelo. Ni aun caído dejó de golpearlo, clavándole el
zapato en las costillas, escuchando los aullidos de dolor que se iban apagando
poco a poco, y diciendo a nadie o quizás a él mismo, por quién me tomás, te
creés que soy como vos... Y aunque sobre el suelo sólo quedaba un bulto informe,
por largo rato siguió pateando al vacío, con ganas de más.