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miércoles, 21 de marzo de 2012

HISTORIA DONDE HAY UN TREN

Llegó a la estación justo cuando el tren se iba. Qué mala leche, se dijo, casi una hora hasta que pase el siguiente; menos mal que es verano, concluyó estúpidamente, como si el calor fuera un consuelo para una tarde llena de frustraciones.
Es que las cosas habían salido mal desde el principio. Primero, el altercado con el jefe en la oficina. Luego, la llamada imperiosa de Laura exigiendo verlo, él prometiendo que iría pero no era seguro a qué hora, que lo esperara.  Finalmente,  el tren que salió con atraso y llegó a destino bastante después de lo previsto. Pero Laura no lo había esperado y tampoco lo  había querido recibir cuando fue hasta su casa.
Masticando bronca emprendió el camino de regreso a la estación. Fue pateando escrupulosamente las bolsas de basura que encontraba a su paso. Un perro solitario comenzó a rondarlo, buscando compañía. Cuando lo tuvo a su alcance, levantó la pierna y vio cómo el zapato se clavaba en las costillas del animal, que se alejó aullando. Perro de mierda, murmuró, y siguió pateando al vacío, con ganas de más.
Y ahora este garrón, pensó al ver alejarse el tren.
Se dejó caer sobre uno de los bancos de la sala de espera. Sobre el otro, un bulto oscuro dormía su borrachera o su miseria. Afuera, un foco solitario desparramaba su luz amarillenta sobre el andén desierto, cuyos extremos se perdían en la sombra.
De pronto, el silencio fue invadido por las risas de un grupo de muchachos que atravesaron la sala a la carrera, rozándolo. Instintivamente se retrajo. Cuidado con estas patotas, nunca se sabe. Los muchachos hablaban en voz alta, casi a los gritos, y a través de la puerta entreabierta  le llegaban frases sueltas, no sabés lo que era esa mina, unas tetas así; fragmentos de conversación que permitían reconstruir toda una saga de aventuras eróticas. Cada hazaña era celebrada con carcajadas cómplices, que sonaban desafiantes en medio de la noche. Se sintió un intruso, involuntario espectador de una ceremonia ajena.
Los otros seguían hablando, despreocupados, pero él vio, le pareció ver que lo señalaban con un movimiento de cabeza y hacían un comentario y sonreían. Creyó reconocer, inconfundible, la voz ronca del negro Quiroga. Sintió un sobresalto. ¿Realmente era él? ¿Qué hacía allí? Había dejado el secundario a la mitad y nunca supo más de él. Y ahora, de pronto...¿por qué se acordaba justo ahora de las charlas en los pasillos o de las competencias en el baño cuando todos, menos él, se la medían y el negro Quiroga le decía con una sonrisa aviesa, mirá qué grande, no te gusta...?
Sintió que algo se removía dentro de él, subiendo desde lo más hondo hasta agriarle la boca. Se levantó y comenzó a caminar hacia el extremo del andén, alejándose del grupo. Se detuvo para encender un cigarrillo. Entonces lo vio, apoyado contra una columna, en el límite exacto donde moría la luz.
- Hola-, dijo, emergiendo de entre las sombras.  Qué joven era, casi un adolescente, el pelo rubio cayendo en mechones desparejos sobre la frente. Y qué vulnerable parecía, con los hombros caídos bajo la camisa chillona, parecida a ésa que él había usado alguna vez. Sin darle tiempo a responder, continuó: -También a vos te corrieron los otros... Esos fanfarrones, siempre haciendo alarde-  y a través de sus palabras, él adivinó, reconoció, una historia de exilio y humillación.
El adolescente lo rondaba como un animalito solitario en busca de compañía. De pronto pidió: -Me das fuego...- y cuando ahuecó las manos alrededor de la llama, él sintió la caricia tímida sobre los dedos. Entonces comprendió. El insulto le quemaba los labios pero no llegó a decirlo. Los ojos del adolescente lo detuvieron, mendigos como sus palabras:
- Querés ir a dar una vuelta...-  La voz sonaba humilde, pequeñita. Como la suya cuando Quiroga lo arrinconaba contra la pared del baño y él pedía, no negro por favor. Pero Quiroga era duro y fuerte y se reía, siempre se reía cuando lo obligaba a agacharse.
El otro repetía anhelante: - Querés, vamos...- mientras lo aferraba de las muñecas.
Se apartó confundido, casi asqueado, pero luego fue sintiendo cómo el rechazo se convertía, primero en una turbia complacencia, y finalmente en una furia sorda que le endurecía la cara. Se acomodó el pelo rubio que le caía en mechones desparejos  sobre la frente y respondió: -Vamos.
Caminaron a lo largo del paredón que bordeaba las vías, buscando ese recodo donde comenzaba el baldío. Cuando se detuvieron, esperó que el otro tomara la iniciativa. Lo dejó hacer, sin responder al abrazo. Después, arrinconándolo contra la pared, lo obligó a agacharse.
La patada dio en pleno rostro del adolescente. Luego vinieron muchas más, que lo hicieron rodar por el suelo. Ni aun caído dejó de golpearlo, clavándole el zapato en las costillas, escuchando los aullidos de dolor que se iban apagando poco a poco, y diciendo a nadie o quizás a él mismo, por quién me tomás, te creés que soy como vos... Y aunque sobre el suelo sólo quedaba un bulto informe, por largo rato siguió pateando al vacío, con ganas de más.

miércoles, 7 de marzo de 2012

COMO DOS GOTAS DE AGUA

                                                                                  
-Buenas tardes, señorita Lucrecia. No la vi salir- saludó sorprendido el encargado del edificio al abrirle la puerta de calle.
Clotilde sonrió divertida. Estaba tan acostumbrada a que ya desde niñas la confundieran con la hermana. A Lucrecia seguro le pasa lo mismo, se dijo al tomar el ascensor. Son como dos gotas de agua, decía la madre, y exacerbaba el parecido en la vestimenta y el peinado de las mellizas. A veces se permitía una ligera variante, un lazo rojo en los cabellos de Lucrecia, uno azul en los de Clotilde, pero eso tampoco era seguro, porque las hermanas los intercambiaban en secreto aumentando la confusión, y entonces resultaba imposible saber quién era quién.
Con el tiempo, lo que había empezado como un juego inocente se volvió deliberado: una estudiaba y la otra daba examen, otra recibía la llamada y una iba a la cita. Más tarde, a solas, se contaban una a otra los resultados de la sustitución, burlándose de los adultos. Siempre fuimos muy compinches, rememoraba Clotilde cuando el ascensor se detuvo en el quinto piso.
Lucrecia la estaba esperando, la puerta del departamento abierta.
-¡Feliz cumpleaños!- exclamaron a dúo, y entraron abrazadas. El espejo del comedor devolvió una misma imagen, repetida.
-Sabía que te ibas a poner ese vestido- afirmó Lucrecia, que lucía otro exactamente igual.
-Es que siempre tuvimos los mismos gustos- dijo Clotilde como quien repite una verdad incuestionable.
-Es cierto-, asintió Lucrecia, -siempre compartimos todo-. Y continuó: -Ponete cómoda, enseguida va a estar el té.
-¿Te ayudo?
-No hace falta, querida. Sólo tengo que poner el agua a calentar.
Clotilde recorrió con la mirada el comedor del antiguo departamento donde había vivido su infancia y parte de su juventud. Nostálgica, se inclinó sobre la mesa ratona y tomó un retrato:
-¡Qué linda estaba mamá en esta foto!
-¿Cuál?- preguntó Lucrecia desde la cocina.
- La del portarretrato de plata.
- Ah, ésa...Fue la última antes de enfermar.
- Pobrecita, cómo sufrió. Y vos, cómo la cuidaste hasta último momento.
- Era mi deber de hija- aclaró Lucrecia, regresando con la bandeja dispuesta para el té.
- También el mío...pero las cosas se dieron así. Yo estaba tan ocupada...
- Nunca te reproché nada- interrumpió Lucrecia.
- Ya lo sé, querida, sé que lo hiciste con todo amor- Clotilde deslizó una caricia sobre el rostro de la hermana. -Pero cuando pienso en todo a lo que renunciaste no puedo evitar sentirme culpable.
-No renuncié a nada y tampoco sos culpable de nada-.  No había rencor en las palabras de Lucrecia. -Yo elegí esto y prefiero que siga así. Además, acordate que mamá siempre nos decía la familia unida, eso es lo primero.
- Y seguimos igual de unidas, sólo que ahora la familia somos vos y yo, solas.
- Sola yo, que no me casé. Vos tenés a tu marido.
- Que bien podría haber sido el tuyo-. La voz de Clotilde sonó neutra, pero las dos sintieron que la conversación iba tomando un nuevo giro, imperceptible para cualquiera. -Todavía me pregunto a cuál de las dos realmente quería...o quiere.
- A lo mejor a las dos. Digo, como a veces salía con una, a veces con otra...La cuestión es que te eligió a vos.
- Me eligió...es un decir.
Las hermanas se miraron, sin sorpresa, como dos jugadores que disputaran una partida cuyos lances conocían de antemano.
- Sabés cuántas veces me llama Lucrecia...- dijo una.
- Y a mí Clotilde- dijo la otra. Y continuó: -Yo le di la excusa de las reuniones de personal.
- De eso estaba segura-. Ahora era Clotilde la que hablaba. - Y el muy tonto cree que me convenció.
- Los hombres son tan crédulos- comentó Lucrecia poniéndose de pie. Con un gesto señaló las tazas y los platos: -¿Podrías...?
- Sí, yo me encargo- respondió Clotilde. Y agregó, intencionada: -No llegues tarde a la reunión...
Lucrecia sonrió sin decir palabra. Al fin y al cabo, siempre habían compartido todo.