...si al menos abrieran un poco la puerta, pensó -el olor de los pedos llenaba la cuadra-, él miraría hacia afuera y no sentiría tanto ese fuego que le endurecía los muslos y que arrancaba de allí, de las puntas de los pies apoyados en el suelo, de los talones juntos y en alto, del vértice de ese ángulo que formaban sus piernas flexionadas.
Hacía casi una hora que estaban en esa posición, los brazos extendidos hacia adelante paralelos al suelo. Y esas agujas que les corrían por las nalgas y las distendían y hacían imposible contenerse. En cuanto se producía una variación en las paralelas, en cuanto los talones se apoyaban un momento, el cabo Gómez, retirando su borceguí del trasero del caído, gritaba: -¡Maricón, sábado y domingo sin franco!
Hasta ahora sólo habían caído dos de los ciento veinte, los más flojos, los maricones, los conchudos que no habían sido capaces de aguantar. Los demás aguantaban y en cuanto veían a alguno que empezaba a flaquear, el que estaba al lado le susurraba no aflojés, hay que demostrarle a estos hijos de puta que las tenemos bien puestas.
Él sentía que iba a ser el próximo en caer. Ya tenía un nudo en la planta de los pies por el esfuerzo de mantener los talones levantados. Los brazos estaban a punto de caérsele, tironeados desde abajo por incontables poleas. Pero todavía aguantaba. Él también quería ser de los que las tenían bien puestas y no quería fallarle a los otros. Sobre todo no quería fallarle a Campos.
Todo empezó por la radio.
Recién terminaban de tocar diana, cuando el subteniente Riquelme, veintidós años escasos, casi la edad de ellos, entró en la cuadra gritando: -¡Atención, la compañía al pie de las camas!
Los ciento veinte dejaron los roperos abiertos y saltaron hacia adelante. Riquelme engoló la voz y gritó: -¡Soldados! Anoche el teniente Ruiz estuvo trabajando hasta tarde en su despacho y al irse olvidó la radio. Ahora no aparece. ¿Quién la robó?
Ciento veinte voces hicieron silencio.
- Muy bien, no quieren contestar, eh...¡Cabo Gómez! -llamó-. Que los soldados vacíen uno por uno los roperos. Usted va a controlar.
Desde el fondo de la cuadra se oyó una protesta: -Esto es injusto, mi subteniente.
Riquelme se puso pálido. La voz le temblaba: -¿Quién fue? -y la voz cayó en la e final.
-Yo, mi subteniente -y una silueta menuda dio un paso al frente.
-¡Nombre!
- Soldado Campos, mi subteniente.
- De modo que el sodadito se permite hacer observaciones a un superior...
-No es una observación, mi subteniente, pero yo estuve de guardia anoche y cuando entró el teniente Ruiz no traía radio.
Riquelme parecía desorientado, a punto de perder su dignidad.
La orden sonó seca como un disparo: -¡Al calabozo!
Nadie en la compañía había visitado el calabozo. Y ahora lo inauguraba Campos. El negro Gómez lo sacó de un empujón y ordenó a dos soldados que se lo llevaran. Y los que quedaron se prometieron dársela al negro Gómez.
Riquelme hizo abrir la puerta de la cuadra: -¡La compañía afuera carrera march! -ordenó, y a medio vestir, los borceguíes desatados, salieron hacia el campito, empujando en su carrera al subteniente Riquelme.
Y allí bailaron toda la mañana.
-¡Cuerpo a tierra! -y los que caían en los charcos salpicaban a los demás. -¡Salto de rana! -y algunos pisaban los cordones y rodaban por el barro. -¡Sacar petróleo! ¡Saltos para arriba! -y eso era lo peor, después de dar vueltas agachados la sangre subía a la cabeza, y al caer no se sabía qué o quién estaba
debajo- -¡Sentarse! ¡Arrastrarse! -y los abrojos se les metían entre las ropas.
Después Riquelme se cansó de que ellos no se cansaran y mandó traer el rancho. Estaban agotados, deshechos, las piernas casi no les respondían. Pero ninguno comió. La voz de Campos aún resonaba en sus oídos.
Riquelme se enfureció: -¡Esto es insubordinación! -En el baile había perdido el silbato y tenía la voz ronca de tanto gritar. -¡La compañía a la cuadra, carrera march! ¡Al pie de las camas, flexiones uno!
Y así estaban, casi una hora en esa posición
Miró de reojo a los que tenía al lado. Jorge estaba violeta, y el sudor mezclado con la tierra del rostro le dibujaba listas marrones en las mejillas. A cada instante repetía no doy más, no doy más, pero nadie le contestaba y seguía sin dar más pero dando todavía. En cambio Federico parecía no sentir nada. A veces un temblor le bajaba los párpados, pero los alzaba en seguida y clavaba los ojos en el respaldo de la cama. impávido y obstinado.
Otra patada, otro caído. Alonso, el dragoneante. Maricón, merecería que le sacaran las jinetas. Bah, qué tanto joder si él tampoco aguantaba más. Ni aunque pensara en los otros, ni siquiera en Campos. Pero no quería darle el gusto de una patada al negro Gómez. Ya lo tenía pensado. Simplemente se levantaría, le diría a Riquelme: -Mi subteniente, me siento mal, puedo salir...
Vio el desencanto en los ojos de Jorge, el desprecio en la rígida obstinación de Federico, el gesto indefinible de Riquelme...
Cuando salía se cruzó con un soldado que venía de la guardia: -¿Qué pasa, flaco, por qué los están bailando?
- Por la radio del teniente -respondió sin voz.
- La radio apareció. Ruiz la había olvidado en el casino. Yo vengo a darle el parte a Riquelme.
(incluido en El viento, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2003)
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lunes, 5 de noviembre de 2012
EL PIBE
- No, oficial, nunca tuve nada contra él. Al contrario, siempre me resultó simpático. Además es un tipo que en todas partes cae bien. ¿Y entonces?, pregunta usted, y entonces...bueno, eso era justamente lo que me reventaba. Entiéndame, no es que yo hable por resentimiento. A mí me importa un carajo lo que los otros piensen de mí, como en definitiva tampoco le importa a él. Lo que me calentaba, lo que me calienta es que actúe como si realmente le importara.
Es cierto que cuando nos encontrábamos y salíamos por ahí, él puteaba como cualquiera de nosotros y era capaz de quedarse una noche entera chupando vino y jodiendo. Eso era lo que me gustaba de él, que siendo tan estudiante universitario, tan hijo de doctor, tan pulcro y bien vestido siempre, se sentara con nosotros en un boliche rasca y jodiese a las minas que pasaban, como el Tito que es un reo.
Porque eso sí. El Pibe, así le decimos todos, es un capo. A veces el flaco José María, que lo conoce de antes, le decía che Pibe, el otro día empecé a leer un libro de Sartre y no cacé una, por qué no me explicás algo. Y el Pibe empezaba a explicar y se estaba horas hablando. Claro, al final casi siempre ninguno entendía nada, pero era un gusto escucharlo. Ni siquiera el Tito, con lo bestia que es, se animaba a abrir la boca, salvo para mandarse un cacho de pizza. Pero lo lindo era cuando se nos juntaba Castro, que es vendedor de libros. Enseguida se prendían, el Pibe y él y empezaban a hablar de filosofía o de literatura o de política. Decían algunas cosas que yo no entendía, pero otras sí, pasa que usted me ve con esta facha y piensa que soy un rata, pero yo también soy universitario. Claro que nunca pasé de primer año...
La pinta esta la tengo porque vivo solo y siempre ando sin guita. Hace años que vivo solo. Mis viejos no me perdonan que un día, con el pretexto de venir a estudiar, me tomara el raje y no apareciera más. Estaba podrido del pueblo, de los bailes los sábados a la noche en la confitería de frente a la plaza...Y me vine, sí. Hice de todo en todas partes. Agarré corretajes, vendí rifas, hacía toda clase de changas. En los veranos laburaba de carpero en Pinamar. No hace mucho, el invierno pasado, entré a trabajar en una editorial. Yo ilustraba las tapas de los libros. Era un laburo piola y me gustaba, pero tuve que dejarlo porque mandé a la mierda al dueño cuando le reclamé el pago y me dijo que no tenía plata...
¿Por qué corno le estoy diciendo todo esto? Ah sí, por la pinta de rata. En cambio el Pibe...siempre con su traje, su corbata al tono...pero igual era macanudo. Le faltaba esquina, es cierto, y ésa era otra de las cosas que me gustaban de él, que de a ratos y sin que se diera cuenta, le salía el pibe que era y parecía un pollo mojado. Por eso nos hicimos amigos en la colimba. Cada uno quería aprender lo que el otro podía enseñarle.
Sí, ya sé que cada vez entiende menos lo que pasó, pero le digo todo esto para que comprenda que si ahora me está tomando declaración, no es por promover desórdenes en la vía pública sino porque soy amigo de verdad del Pibe. ¿Que no por eso tenía derecho, dice? Al contrario, precisamente por eso.
Ya le dije que lo que no terminaba de gustarme del Pibe era que siempre cayera bien. Porque en ese caso podían pasar dos cosas: o que fuera un boludo que no pensaba en nada y por eso se acomodaba a todos; o que fuera un turro que le daba bola a todos y en realidad a ninguno. ¿Entiende? Ahí estaba lo jodido del Pibe, en andar siempre escurriendo el bulto y no mostrar el juego. Cada vez que uno de nosotros tenía algún problema, una pelotera con los viejos o con la novia, el Pibe escuchaba todo lo que uno decía y después explicaba "eso pasó porque..." ¿Se da cuenta?, siempre jugaba de afuera. Hasta llegar a lo de anoche.
Estábamos en el bar frente a la estación el Tito, el Flaco José María, yo y el Pibe. El flaco estaba contando el despelote que se había armado entre los estudiantes y la policía cuando la cana quiso deshacer la asamblea que se estaba haciendo en los jardines de la Universidad. Ya sabe lo que pasó. Ahí nomás empezaron los gritos y las pedradas por un lado y los gases y los machetazos por el otro. Conclusión, decía el flaco, agarraron a varios estudiantes y ahora los tienen demorados. Yo estaba calentito con ese asunto, porque entre los demorados estaba Rivera, de quien había sido compañero, y empecé a despotricar contra,,,bueno, empecé a despotricar.
El Pibe me escuchaba sonriendo. Entonces me encaré con él y le pregunté: - ¿Y Pibe, qué pensás de todo esto?
- ¿Qué es esto?
- Todo este quilombo, la huelga universitaria, la intervención de la policía, los estudiantes que encanutaron...
- Ésos fueron unos boludos por haberse dejado agarrar.
- ¿Y qué querías que hicieran?
- Que dispararan. Cuando el adversario es más fuerte, el enfrentamiento no tiene sentido. En ese caso, lo conveniente es replegarse y planear una estrategia a largo plazo.
Ahí ya no aguanté más: - Lo que pasa -le grité al Pibe-, es que vos sos tan hijo de puta como los otros. No sos capaz de dar la cara y dejarte agarrar porque lo único que te interesa es pasarla bien y que no te jodan. ¡Sos un maricón!
Y entonces ¡quién lo hubiera dicho!, el Pibe se me vino al humo y ahí nomás nos agarramos. Los dos estábamos cabreros y nos fajamos de lo lindo, hasta que nos trajeron acá. Es cierto que el Pibe terminó con la nariz rota y yo con un ojo en compota, pero va a ver, ahora cuando le tome declaración, él también le va a decir que nos trompeamos porque somos amigos...
Es cierto que cuando nos encontrábamos y salíamos por ahí, él puteaba como cualquiera de nosotros y era capaz de quedarse una noche entera chupando vino y jodiendo. Eso era lo que me gustaba de él, que siendo tan estudiante universitario, tan hijo de doctor, tan pulcro y bien vestido siempre, se sentara con nosotros en un boliche rasca y jodiese a las minas que pasaban, como el Tito que es un reo.
Porque eso sí. El Pibe, así le decimos todos, es un capo. A veces el flaco José María, que lo conoce de antes, le decía che Pibe, el otro día empecé a leer un libro de Sartre y no cacé una, por qué no me explicás algo. Y el Pibe empezaba a explicar y se estaba horas hablando. Claro, al final casi siempre ninguno entendía nada, pero era un gusto escucharlo. Ni siquiera el Tito, con lo bestia que es, se animaba a abrir la boca, salvo para mandarse un cacho de pizza. Pero lo lindo era cuando se nos juntaba Castro, que es vendedor de libros. Enseguida se prendían, el Pibe y él y empezaban a hablar de filosofía o de literatura o de política. Decían algunas cosas que yo no entendía, pero otras sí, pasa que usted me ve con esta facha y piensa que soy un rata, pero yo también soy universitario. Claro que nunca pasé de primer año...
La pinta esta la tengo porque vivo solo y siempre ando sin guita. Hace años que vivo solo. Mis viejos no me perdonan que un día, con el pretexto de venir a estudiar, me tomara el raje y no apareciera más. Estaba podrido del pueblo, de los bailes los sábados a la noche en la confitería de frente a la plaza...Y me vine, sí. Hice de todo en todas partes. Agarré corretajes, vendí rifas, hacía toda clase de changas. En los veranos laburaba de carpero en Pinamar. No hace mucho, el invierno pasado, entré a trabajar en una editorial. Yo ilustraba las tapas de los libros. Era un laburo piola y me gustaba, pero tuve que dejarlo porque mandé a la mierda al dueño cuando le reclamé el pago y me dijo que no tenía plata...
¿Por qué corno le estoy diciendo todo esto? Ah sí, por la pinta de rata. En cambio el Pibe...siempre con su traje, su corbata al tono...pero igual era macanudo. Le faltaba esquina, es cierto, y ésa era otra de las cosas que me gustaban de él, que de a ratos y sin que se diera cuenta, le salía el pibe que era y parecía un pollo mojado. Por eso nos hicimos amigos en la colimba. Cada uno quería aprender lo que el otro podía enseñarle.
Sí, ya sé que cada vez entiende menos lo que pasó, pero le digo todo esto para que comprenda que si ahora me está tomando declaración, no es por promover desórdenes en la vía pública sino porque soy amigo de verdad del Pibe. ¿Que no por eso tenía derecho, dice? Al contrario, precisamente por eso.
Ya le dije que lo que no terminaba de gustarme del Pibe era que siempre cayera bien. Porque en ese caso podían pasar dos cosas: o que fuera un boludo que no pensaba en nada y por eso se acomodaba a todos; o que fuera un turro que le daba bola a todos y en realidad a ninguno. ¿Entiende? Ahí estaba lo jodido del Pibe, en andar siempre escurriendo el bulto y no mostrar el juego. Cada vez que uno de nosotros tenía algún problema, una pelotera con los viejos o con la novia, el Pibe escuchaba todo lo que uno decía y después explicaba "eso pasó porque..." ¿Se da cuenta?, siempre jugaba de afuera. Hasta llegar a lo de anoche.
Estábamos en el bar frente a la estación el Tito, el Flaco José María, yo y el Pibe. El flaco estaba contando el despelote que se había armado entre los estudiantes y la policía cuando la cana quiso deshacer la asamblea que se estaba haciendo en los jardines de la Universidad. Ya sabe lo que pasó. Ahí nomás empezaron los gritos y las pedradas por un lado y los gases y los machetazos por el otro. Conclusión, decía el flaco, agarraron a varios estudiantes y ahora los tienen demorados. Yo estaba calentito con ese asunto, porque entre los demorados estaba Rivera, de quien había sido compañero, y empecé a despotricar contra,,,bueno, empecé a despotricar.
El Pibe me escuchaba sonriendo. Entonces me encaré con él y le pregunté: - ¿Y Pibe, qué pensás de todo esto?
- ¿Qué es esto?
- Todo este quilombo, la huelga universitaria, la intervención de la policía, los estudiantes que encanutaron...
- Ésos fueron unos boludos por haberse dejado agarrar.
- ¿Y qué querías que hicieran?
- Que dispararan. Cuando el adversario es más fuerte, el enfrentamiento no tiene sentido. En ese caso, lo conveniente es replegarse y planear una estrategia a largo plazo.
Ahí ya no aguanté más: - Lo que pasa -le grité al Pibe-, es que vos sos tan hijo de puta como los otros. No sos capaz de dar la cara y dejarte agarrar porque lo único que te interesa es pasarla bien y que no te jodan. ¡Sos un maricón!
Y entonces ¡quién lo hubiera dicho!, el Pibe se me vino al humo y ahí nomás nos agarramos. Los dos estábamos cabreros y nos fajamos de lo lindo, hasta que nos trajeron acá. Es cierto que el Pibe terminó con la nariz rota y yo con un ojo en compota, pero va a ver, ahora cuando le tome declaración, él también le va a decir que nos trompeamos porque somos amigos...
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