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martes, 6 de diciembre de 2011

EL SECRETARIO

Yo era el secretario.
Me habían elegido por mi buena conducta, decían. Era tan fácil ser de buena conducta. Bastaba con recordar algunos rostros, algunos nombres. La primera vez fue casi sin querer, semi inconsciente sobre el elástico, sacudido por esas vibraciones eléctricas que me descoyuntaban el cuerpo y me arrancaban esos gritos de animal herido. Al día siguiente, en medio de una sesión, balbuceé otro nombre. Nos vamos entendiendo, me dijeron, y me dejaron tranquilo. Entonces supe lo que debía hacer. De golpe empecé a recordar, o a inventar, caras, apodos, lugares y así fui creciendo en la estima de los superiores. Poco a poco me fueron confiando tareas más delicadas, y con el tiempo llegué a ser quien rubricaba las órdenes de tratamiento, así lo llamaban. Cada vez eran más, porque los internos aumentaban. Ya no había lugar dónde ubicarlos, y se los podía encontrar en cualquier parte, en los pasillos, en las alcantarillas, de pie, sentados uno junto al otro, contra el otro, desfigurados por el miedo. Y esos gritos que atravesaban el aire y me perforaban las sienes y se quedaban dentro de mi cabeza, como arañas al acecho.
Mi vida continuó en ese infierno, año tras año. Perdí la noción del tiempo. Pasado y futuro comenzaron a mezclarse en este presente eterno, donde hasta el horror dejaba de serlo, de tan cotidiano. Me volví taciturno. El trabajo me abrumaba. Hice confeccionar sellos con mi firma y los repartí entre los encargados. Abandoné las estadísticas y los controles. Ordené clausurar las ventanas para no escuchar los gritos, pero se filtraban a través de las paredes y quedaban atrapados entre las telarañas. Y eran como animales furiosos dentro de mi cráneo. Sólo había una manera de acallarlos, gritar más fuerte que ellos. Empecé a desvariar. Entonces me trasladaron a esta habitación sin ventanas, tapizada por dentro y por fuera, acolchada como un vientre materno, donde los ruidos no llegan. A menos que abran la puerta. Entonces empiezan otra vez los animales. Por eso, por si acaso, cada vez que abren la puerta acolchada me pongo a aullar como un lobo, para no escucharlos.  

lunes, 5 de diciembre de 2011

EL CAFE

Así que ahora te llaman Le Pub. Mirá vos, el progreso que le dicen. Te lavaron la cara, te maquillaron un poco y a vivir tu nueva vida. Si hasta tuve un cachito de miedo al entrar. Tantos años, sabés. Como destapar de golpe el frasco de los recuerdos y aspirar nuevamente el aroma dulzón de tus paredes húmedas, entonces lejanamente azules, un azul desvaído y pringoso que era toda nuestra geografía. ¿Te acordás? Siempre nos sentábamos ante la misma mesa, aquélla justo al lado de la ventana.Claro que entonces no había manteles ni sillas tapizadas ni este voile naranja de las cortinas que me tapa el sol. Para decirlo francamente, tenías pinta de rasca, pero nuestra cuenta bancaria se llevaba muy bien con el chocolate desnudo de tus mesas, que nos embriagaba de calidez.
Además estaban Tortuga y el Gladiador. Tortuga viejo...El andar cansino, las piernas que casi no te respondían y el café que siempre llegaba frío. Y las equivocaciones al cobrar. Sin embargo nunca te pagamos de menos. De más tampoco, pero vos sabías que todos andábamos con la guita justa, y por eso pienso que te equivocabas a propósito. Creo que al final las suelas de tus zapatos tenían el mismo color blanquinegro de los mosaicos del piso. En cambio el Gladiador, siempre marcial como un soldado de guardia. Todavía sigue, erguido junto al mostrador, con la bandeja apretada contra el pecho, como un escudo.
Tantos años...Es la primera vez que vengo desde que dejamos la Facultad. Algunos  quedaron a mitad de camino y no sé nada de ellos. En realidad no sé nada de ninguno. Finalmente, me metí en el grupo de Ramón y me dieron una tarea importante, por eso no conviene tener amistades fuera de los compañeros, para que no te fichen. Pero hoy no puedo dejar de pensar en todo aquello, en cómo eras antes, cómo éramos antes, cuando apoyaba sobre tus sillas escuálidas este mismo portafolios donde guardaba el futuro.
Te dije que tuve un poco de miedo al entrar, pero ya no. No sos el mismo. La pucha si cambiaste, ahora te visitan ministros y diputados.
Puedo despedirme tranquilo de vos, y me alegro, por eso me voy. Pero antes la visita final. Conozco el camino. Al fondo, a la izquierda, el cartelito de rigor, el eterno olor a acaroína, los azulejos amarillos y ese hueco detrás de la puerta donde ahora debo dejar este paquete, salir como si nada y al pasar junto al Gladiador sentir por un momento la tentación de decirle andate, viejo, esta vez el escudo no te va a servir para nada, adentro hay una bomba que pronto va a estallar, yo no quería, te juro que no quería, a vos no, Gladiador.

domingo, 4 de diciembre de 2011

EL VIENTO

Todos habían enmudecido.
No sabían bien cuándo ni por qué. Tal vez el viento que sopló aquel día en que todo se derrumbó y los árboles se secaron y en la tierra se abrieron esas grietas tan hondas, de las que salía un humo filoso que les cortaba la cara. Todos habían tenido miedo y habían corrido, hacia el norte, hacia el sur, pero dónde quedaba el norte y dónde quedaba el sur, si todo era arriba y abajo y el abajo estaba cada vez más abajo, blando y sin fondo como un flan gigantesco. Y habían tenido miedo y habían gritado, primero con todo el diccionario, después con la a, después con la b, pero eran muchas palabras hasta el final y entonces se habían peleado entre ellos, porque no alcanzaban para todos. Y el amigo le robaba al amigo y el amante a la amada y terminaron arrebatando cualquier hoja de cualquier mano y peleando por media hoja, por un pedazo de hoja, por un renglón, por una palabra, por una letra de una palabra de un renglón de un pedazo de hoja, hasta que sólo quedó sobre el suelo un montón de papeles rotos, pedacitos, una vocal, una coma, un acento, que se hundían mansamente en ese desierto de gelatina.
Alguien quiso hablar pero no pudo y entonces se llevó las manos al rostro y sus dedos rozaron una cicatriz que antes no estaba allí, y todos se llevaron las manos al rostro y encontraron una cicatriz que antes no estaba allí y comprendieron que ya no tenían boca.
Otro comenzó a mover las manos en gestos sin sentido, porque ya nadie entendía el sentido de los gestos y las lágrimas ya tampoco querían decir nada, porque las vocales y los acentos se habían hundido en la gelatina.
Entonces se miraron. Pero los ojos ya no les servían, porque todo era viscoso y resbaladizo y la mirada caía inútil, hundiéndose blandamente. Tal vez habían desaparecido dos o tres o trecientos o uno solo cuando se dieron cuenta. Poco a poco fueron sintiendo cómo la viscosidad les trepaba por las piernas y les llegaba al vientre y seguía subiendo y después sólo quedaba una burbuja sobre sus cabezas y más tarde nada.
El último se iba hundiendo lentamente cuando comenzó a soplar el viento y en el viento giraba perdida una palabra. Extendió la mano, atrapó la palabra perdida y entonces vio. Los ojos ya no resbalaban porque la tierra volvía a endurecerse. Arrancó una letra y la echó a volar y hubieron pájaros. Arrancó otra y la apoyó un poco más allá y surgió un árbol. Entonces cortó todas las letras y las apoyó sobre la tierra y comenzaron a mezclarse entre ellas. Y otra vez hubo sol y rocas y hombres que juntaron todas las letras y comenzaron a ordenarlas, pero no alcanzaban para todos, y entonces el último hombre comenzó a llorar muy suavemente porque el viento seguía soplando.