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domingo, 9 de junio de 2013

CON LOS PIES NOS VAMOS ─ Héctor Miguel Angeli

 No quiero que me levanten los pies para morirme.
Que me alcen las manos, eso sí,
hasta la desembocadura de los astros.
Pero no quiero que me levanten los pies para morirme.
Con las manos hacemos la ternura y la nostalgia.
Con los pies nos vamos.
Y cuando me vaya,
quiero ser toda mi despedida.
Porque estoy traspasado de materia,
de materia inflamable y aleatoria
que no me deja en paz, que me persigue
y que no quiero olvidar cuando me vaya.
Las cosas están altas y en la altura se arrastran.
Todas las cosas son, se me parecen:
el sueño intestinal del ave,
la orquídea en el vientre de los muertos.
Debo irme con ellas,
transportadas por esta permanencia.
Tan grande es el dolor de nuestra marcha,
tan grande y tan amigo,
que no quiero que me levanten los pies para morirme.
Quiero ser todo el que fui cuando me vaya.

martes, 4 de junio de 2013

DECIMOCUARTA POESÍA VERTICAL ─ Roberto Juarroz

112 

Un día ya no podemos partir. 
Repentinamente, se habrá hecho tarde. 
No importará desde dónde 
o hacia dónde era el viaje. 
Tal vez hacia el otro extremo del mundo 
o sólo desde uno hacia su sombra. 
Dibujaremos entonces la figura de un pájaro
y la clavaremos encima de la puerta
como blasón y memento,
para recordar que tampoco existe
la última partida.
Y la lanza,
que ya estaba clavada en el suelo,
sólo se hundirá un poco más.

SOLEDAD ─ Carlos Mastronardi

Aspiro el ramillete de los años
y siento que estoy muerto en cada olvido.
Mis apariencias todas se gastaron.
Alguien se iba de mí cada crepúsculo...
En mis tiempos marchitos hubo puertos,
y pañuelos vehementes se alejaron...
Desconocidas gentes han partido
del fondo de mi ser ya devastado.
Me quedé en la efusión de cada abrazo
y en los adioses laxos y secretos
De improviso me vi como un extraño
con mi presencia inexplicable y sola.
Lo ausente habla un idioma que no alcanzo.
Inútilmente dóblanse las tardes..
Nos vamos deshaciendo en los olvidos.
Ya dispersé el recuerdo como un ramo. 

martes, 21 de mayo de 2013

PARA QUE LOS HOMBRES... ─ Juan L. Ortiz

Para que los hombres no tengan vergüenza de la belleza de las flores,
para que las cosas sean ellas mismas: formas sensibles o profundas
de la unidad o espejos de nuestro esfuerzo
por penetrar en el mundo,
con el semblante emocionado y pasajero de nuestros sueños,
o la armonía de nuestra paz en la soledad de nuestro pensamiento,
para que podamos mirar y tocar sin pudor
las flores, sí, todas las flores,
y seamos iguales a nosotros mismos en la hermandad delicada,
para que las cosas no sean mercancías,
y se abra como una flor toda la nobleza del hombre:
iremos todos a nuestro extremo límite,
nos perderemos en la hora del don con la sonrisa
anónima y segura de una simiente en la noche de la tierra.

Juan L.Ortiz, La rama hacia el este (1940) en Antología, Losada, 2002



martes, 14 de mayo de 2013

UN SOLO CORAZÓN ─ Raúl Sassi


El pueblo no siempre hacía honor al nombre. En dos o tres oportunidades había atravesado por etapas más o menos largas de estancamiento y hasta de retroceso, de las que no había salido totalmente. Culpa del intendente, decían algunos, qué intendente éste o el anterior preguntaban otros, bueno si vamos al fondo del problema todo es consecuencia de las macanas que hizo el que estuvo antes del anterior, ya sabía que mi iba a salir con eso cada vez que algo no anda en el pueblo decimos culpa del que no está, y me va a decir ahora que él no es el único responsable, sí en la medida en que todos dejamos que lo fuera, así que ahora lo defiende, no es que lo defienda sino que no ganamos nada volviendo atrás la cabeza para criticar lo que se hizo y decir esto no se arregla más, pero no me va a negar que eso explica lo que está pasando ahora, las explicaciones no sirven para nada, de lo que se trata en este momento es de hacer algo, ¿y por qué no lo hace usted ya que encontró la manija del asunto?, ja qué rico tipo, si aquí nadie se calienta por nada ¿voy a ser yo el único gil?
Todo se resolvía así en Villa Progreso, todo terminaba en opiniones, sugerencias, palabras.
Los habitantes parecían cómodos en ese clima de improvisación en que vivían desde hacía un tiempo, y sólo salían de su indiferencia habitual para trenzarse en discusiones interminables sobre el fútbol, gran pasión popular.
Claro que el fútbol, Freud mediante, permitía la descarga de las tensiones, pero el estado actual de los villaprogresistas no obedecía a una súbita pasión catártica sino a la disputa del torneo provincial, en donde el seleccionado local había demostrado que no hay cuadro chico cuando se tiene corazón, al vencer a todos sus rivales y clasificarse para la final. Y hoy justamente Villa Progreso tenía una esperanza redonda como esa pelota que dentro de unas horas iba a correr por el césped,tratando de entrar en el arco contrario, llevada de aquí para allá por los once campeones y por todo el pueblo, por los que habían ido y por los que se habían quedado.
Porque todos habían trabajado por el triunfo del equipo. En todas las calles banderas con los colores del club,grandes carteles con mensajes de aliento “arriba Villa Progreso”, confesiones de fe “sí sí señores soy de Progreso sí sí señores de corazón”, ditirámbicos himnos de inspiración colectiva “y ya lo ve y ya lo ve es Villa Progreso y su ballet”, toda la ciudad preparada para el regreso de los campeones, porque aunque no ganaran igual volverían con la frente en alto, campeones morales por su nobleza deportiva y su espíritu de lucha.
Eran muchos los que habían viajado hasta la capital para alentara los muchachos cuando salieran a la cancha, y los que se quedaron habían decidido reunirse en la plaza frente a la Municipalidad para ver el partido en pantalla gigante. Todos juntos, todos unidos para acompañar aunque fuera de lejos a esos hombres de pantalones cortos y esperanzas largas que hoy tratarán de recuperar nuestro ser popular, como había dicho el comentarista local.
Ya mucho antes de la hora de iniciación los vecinos colmaban la plaza, intercambiando deseos y pronósticos, les vamos a dar un baile que la van a ver cuadrada, van a quedar con el culo roto por tantos goles que les vamos a meter, yo no pido tanto con el uno a cero me conformo, pero les ganamos seguro, ojalá, tantas cosas andan mal en el pueblo,algo tiene que resultar.
Cuando llegó la policía el partido ya había empezado y parece que a Villa Progreso no le iba del todo bien, por eso nadie se preocupó al ver que los carros de asalto rodeaban la Municipalidad. Tampoco se preocuparon cuando vieron entrar al jefe acompañado dedos o tres policías armados con pistolas. Sólo más tarde, cuando vieron salir al intendente flanqueado por los policías que lo metieron en un auto, recién entonces se miraron, más molestos que preocupados, pero ninguno se acercó a preguntar qué pasaba. No hubo tiempo además, porque justo en ese momento el juez expulsaba de la cancha al capitán de los villaprogresistas, y entonces la indignación,vieron qué les dije el referí está comprado, el Rata tuvo razón al protestar,no tenía por qué cobrar faul, y el desconsuelo después, porque ahora les iba a ser más difícil ganar sin el Rata que era la cabeza del equipo.
Vieron al jefe de policía asomarse al balcón de la Municipalidad y sólo escucharon…destituido…, no importa Rata todos te aplaudimos por no dejar que nos manoseen…hecho cargo del gobierno…, a ese tipo había que amasijarlo…estado de sitio…, y todos se fueron llorando la injusticia cometida contra el capitán y el equipo y el pueblo todo, porque todos eran un solo corazón.

UNAS MACETAS DE AMARILLO ─ Héctor Viel Temperley



No tengo para ver sólo los ojos.
Para ver tengo al lado como un ángel
que me dice, despacio, esto o lo otro,
aquí o allí, encima o más abajo.
Siempre soy el que ve lo que ya ha visto,
lo que ha tocado ya, lo que conoce,
no me puedo morir porque ya tengo
la muerte atrás, vestida como novia.
Voy entrando, de a poco, en lo que es mío,
en lo que ya lo fue, en lo que me nombra,
campos azules y altos hasta el pecho
con el machete centelleante y rápido.
Veo cómo comienzan las naranjas
a nadar por el aire, a perfumarlo,
girando velozmente en sus semillas.
Veo moverse ese árbol, luego el otro,
pierdo el sentido de mirar la vida,
me lleva el mar, el pecho hacia lo alto,
muevo el cielo en el puño como un poncho.
Me quieren despertar y estoy despierto,
no me pueden tocar, me aman, me gritan,
me lloran como a muerto y estoy libre.
Yo puedo separar filo y cuchillo,
guardar el uno y arrojar el otro,
terminar con un truco la semana,
pintar unas macetas de amarillo.
Yo tengo como un ángel que me dice
aquí o allí, más cerca todavía,
habla, calla, resiste, estira el brazo,
toca despacio todo lo que es tuyo.

sábado, 20 de abril de 2013

TODO ERA AZUL ─ Miguel Hernández

Todo era azul delante de aquellos ojos y era
verde hasta lo entrañable, dorado hasta muy lejos.
Porque el color hallaba su encarnación primera
dentro de aquellos ojos de frágiles reflejos.

Ojos nacientes: luces en una doble esfera.
Todo irradiaba en torno como un solar de espejos.
Vivificar las cosas para la primavera
poder fue de unos ojos que nunca han sido viejos.

Se los devoran. ¿Sabes? Hoy soy feliz. No hay goce
como sentir aquella mirada inundadora.
Cuando se me alejaba, me despedía del día.

La claridad brotaba de su directo roce,
pero los devoraron. Y están bramando ahora
penumbras como el pardo rubor de la agonía. 


domingo, 14 de abril de 2013

PARA CUANDO LA MUERTE ─ Roque Dalton


 (De México, 1962)

Para cuando la muerte con sus pájaros
de espuma negra brote de mi piel
para cuando mis huesos interroguen
al aire por sus jugos y mareas
y del ojo caído las raíces
eleven sus rituales desolados
para cuando ya sea el substituido
por los caminos el único que falta
para cerrar la cuenta de los pasos del día
mis palabras ahogadas seguirán animando
en tu cuerpo de plata de cosecha madura.

Al olvido tenaces dimos muerte completa
viajeros de la misma religión amorosa.

(De: La ternura no basta)
"Con cuidado y amor, en homenaje al pueblo revolucionario de Cuba" preparó Roque Dalton esta antología, la cual concluyó en 1973, antes de su regreso a El Salvador, último viaje de retorno.
 
 

jueves, 11 de abril de 2013

SEGUNDA POESIA VERTICAL ─ Roberto Juarroz

69
 Cada uno se va como puede,
unos con el pecho entreabierto,
otros con una sola mano,
unos con la cédula de identidad en el bolsillo,
otros en el alma,
unos con la luna atornillada en la sangre
y otros sin sangre, ni luna, ni recuerdos,
Cada uno se va aunque no pueda,
unos con el amor entre dientes,
otros cambiándose la piel.
unos con la vida y la muerte,
otros con la muerte y la vida,
unos con la mano en su hombro
y otros en el hombro de otro.
Cada uno se va porque se va,
unos con alguien trasnochado entre las cejas,
otros sin haberse cruzado con nadie,
unos por la puerta que da o parece dar sobre el camino,
otros por una puerta dibujada en la pared o tal vez en el aire,
unos sin haber empezado a vivir
y otros sin haber empezado a vivir.
Pero todos se van con los pies atados,
unos por el camino que hicieron,
otros por el que no hicieron
y todos por el que nunca harán.

jueves, 4 de abril de 2013

ARRABAL DE NIEBLA ─ Raúl González Tuñón

Honda piedra, la luna está esperando
en la íntima patria del silencio.
Y el recuerdo en el patio de la sombra
pozo sin pozo; el río gris del tiempo.
Donde la enamorada del muro deja un claro,
"He vuelto", escribo. Al fin ha regresado
el cónsul de los circos trashumantes y el sueño
de los poetas pobres y los graves linyeras.

Un acordeón pronuncia desde el muelle
un nombre de saudade con glicinas
y ha despertado al grillo en donde yacen
crónicas de las huelgas de Vasena
y el organito que antes adornara
el suburbio del gas y la paloma.
Campanas subterráneas, sumergidas
ciudades mágicas que habitó la infancia.

Salid a verme, vengo de los muertos
en busca de países que he perdido.
La armónica en la calle del verano,
el fiacre por las rutas del crepúsculo,
aquella luz, la dulce voz, el viejo tango.

jueves, 28 de marzo de 2013

SUB─DRAMA Jacobo Fijman


 
 Desolaciones.
Altos silencios
que balancean sus cabezas truncas
esencialmente.
Han caído mis esperanzas
como palomas muertas.
Desbandes.
El canto de mí mismo se alucina.
Cristales rotos.
Murga carnavalesca.
¡Las risas rojas!
Cifras desafinadas y arbitrarias.
¡El dolor más eterno!
Me trasvasa el espanto sus caminos.
Pavor de candelabros.
Romance de agonía.
¿Quién soy?
Ha perdido su espacio
completamente el universo.
Se cierran las estrellas en mis ojos.
Nadie y nada.
Terribles apariencias
aplastan el cristal de sus sarcasmos.
Pasa un convoy de brujas caprichosas;
cuelgan mis extensiones deformadas.
Mi corazón es una isla roja
en que destacan sus banderas negras
los días de mi anhelo.
Las miradas ardientes de mis ojos
¿en qué se apoyarán mañana?
Canciones de mi ser,
hemisferios de dicha,
volúmenes de aromas,
¿en qué tambor de soles
se agitarán mañana?
Orientes y Occidentes,
se quebrarán mis ejes.
Lo sé.
¡Llueve sin latitud el dolor más eterno!
Han caído mis esperanzas
como palomas muertas.
Pavor de candelabros.
Romance de agonía.

lunes, 25 de marzo de 2013

ANOTACIONES SOBRE LA GUERRA SUCIA ─ Héctor Tizón

Un oficial
En aquel otoño de 1976 ó 1981 llegó a su casa muy de madrugada, en realidad casi ya de día, aunque los lecheros no habían dejado aún la botellas en las puertas ni los diarieros los diarios. Los enamorados, satisfechos, dormían indiferentes; los raros gallos de la ciudad esperaban, pero los divanes de los prostíbulos ya estaban fríos. El coche lo dejó en la esquina porque él prefirió bajarse allí y caminar hasta el portal para sentir el aire fresco de esa hora. Las veredas estaban vacías, como es natural, y él debió, en el trecho de la casa vecina en construcción, descender a la calle para no pasar debajo de los andamios, que estaban hechos de tubos metálicos y en la punta de esos tubos alguien, seguramente uno de los obreros, había dejado olvidado un pañuelo que apenas si ondeaba en el viento del amanecer. Sus hijos dormían pero su mujer, que tenía el sueño liviano o simulado de las gatas, despertó con el imperceptible ruido del pestillo y preguntó si era él, y él dijo  "sí, soy yo", contrariado o asombrado por aquella voz. Cruzsiempreó el living a tientas y entró en el cuarto de baño. Allí se quitó la chaqueta y comenzó a lavarse las manos. Intentó mirarse en el espejo pero, sin luz, sólo era como una sombra sobre la luna. Se mojó la cara y se lavó las manos dos y tres veces. Después no quiso entrar en el dormitorio donde estaba su mujer y se echó sobre el sofá. Se tapó los oídos con algodones, pero enseguida sintió que algo extraño lo incomodaba sobre la piel de las manos. Regresó al cuarto de baño, se las lavó y cepilló y volvió a hacerlo nuevamente. Se tiró sobre el sofá -aún tenía los tapones en los oídos- y cerró los ojos,  pero no puedo conciliar el sueño; él, un hombre fuerte y disciplinado, que estaba seguro de todo, que creía que la Tierra era redonda y que los astros giraban alrededor del horizonte y que los cuerpos más pesados como la tierra tendían a colocarse debajo y los más ligeros como el fuego y el aire arriba, y así incluso había hallado la explicación del mar, situado sobre la tierra y debajo del aire; y que no había dos cosas parecidas y que las verdades eran nítidas y tenían su contrario y que éste era nítido también, como una verdad, pero abominable y subversiva, y que Dios era también el príncipe, aunque su cara estuviese reflejada en las aguas de un estanque y el viento, que es Dios, las agitara y confundiera, y borrara. Entonces se quitó las botas y el correaje de la pistola pero, aunque la luz del sol se obstinaba ya en colarse a través del ventanal, la mueca, el rictus de los labios, la mirada inmensa de aquellos ojos aterrados todavía estaban allí.
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Un gato

Él lo había dicho: si llegan a mí, no lo soportaré, porque creía que el cuerpo de un hombre sirve para todo menos para el dolor.
¿Y si después reaparecía y confesaba voluntariamente, lealmente? ¿Qué es lo que podría decir sin perder la cara, sin pecar? Que en un principio, sí, creyó ("Yo no vengo a pacificar sino a meter espada"). Sí, claro, vean ustedes mismos: los mercaderes y el templo y los hipócritas. Sólo queríamos lo bueno y lo justo. Pero no. Nadie quiere por ahora las confesiones espontáneas, sino el horror del potro de tormento. Es como un  juego y ninguno quiere cambiar sus apeles. Un hombre sólo obtiene su justificación en la carne de otro hombre: saber lo peor no nos consuela cuando lo peor es irremediable.
Al ser descubiertos pudieron escapar, disgregados, y él echó a correr en la noche, a lo largo de la calle junto al terraplén ferroviario. Ahora estaba aquí. Pero habían sido tres ¿dónde estarían los otros? No hay valientes, sino gente que enmascara su miedo. Sus pulmones estaban a punto de estallar cuando en su carrera encontró el galpón, aparentemente abandonado. ¿O sólo era domingo? En un estrecho corredor, entre cajones superpuestos, se echó a descansar, a respirar en calma, a esperar. Todo estaba oscuro, luego comenzó a clarear. Con las primeras luces distinguió la ventana, se arrastró hasta ella y con un dedo hizo un trazo sobre el polvo del vidrio: las casas del frente eran bajas y modestas. Apenas si llovía. Vio pasar un perro siguiendo a otro perro y, mucho después, a una niña.
Apoyó la frente en la ventana para verla mejor. ¿Adónde iría? También su hermana a esas horas quizá se aprestaba para ir a la escuela. A pesar de la diferencia de edades, aún jugaban o hacía que jugaban aunque al rato estaban jugando de verdad.
Su padre, el juez, había muerto hacía mucho, cuando cayó sobre el estrado en plena audiencia, y él había sido con él como su padre y también como el hermano de su padre y, a veces, como el hermano menor o su hijo. La madre apenas si contaba, ocupada todo el día en su consultorio. La madre le había prohibido llevar la gata a la cama. Pero cuando ella no llegaba para darle las buenas noches y conversar un rato simulando una visita de gente mayor, se desquitaba llevándola. Él había leído que un héroe, o un político famoso o un célebre gángster amaba a un gato; que en su despacho rondaba siempre entre las carpetas un gato mimado por los jóvenes, solícitos y fornidos guardaespaldas. Después transcurrieron varias horas en que nadie pasó junto a su ventana, ni siquiera esos perros vagabundos. Y otra vez anocheció. A tientas regresó a dormitar en el corredor entre los bultos apilados, pero inmediatamente oyó, no tan lejanas, las sirenas de los vehículos policiales. Y después, nítidamente, unas descargas como en una tormenta, como cuando se cierne la tormenta. Se acurrucó quieto en su lugar y trató de pensar en otra cosa.
Amanecía otra vez. Pero las sensaciones obstruían sus recuerdos, los tejados, una galería de gruesas columnas blancas en su casa paterna, en las montañas, durante las vacaciones densas y breves y donde  hacía siempre verano. Enseguida volvió a escuchar la clara, evidente llegada de automóviles y, de inmediato, creyó escuchar voces ininteligibles. Se arrastró entre los cajones apilados, apartándose del estrecho corredor. Después, paralizado, oyó que algo, un florero, una lámpara, un objeto rotundo caía haciéndose trizas en el suelo. Apoyándose en las rodillas y los antebrazos comenzó a buscar la salida, pero al cabo se dio cuenta de que iba en sentido contrario. Los ruidos se hacían más promiscuos, y también las voces, que antes creyó lejanas.
Entonces descubrió junto a uno de los cajones un trozo de alambre y no lo pensó más: trepó a los cajones y se colgó de uno de los tirantes del techo, en el momento en que el gato volvía a saltar echando al suelo otro de los frascos de pintura y los primeros trabajadores, que acababan de descender de los camiones, penetraban en el galpón esa mañana de lunes.

domingo, 10 de marzo de 2013

COMO TU ─ Roque Dalton

   
Yo como tú
amo el amor,
la vida,
el dulce encanto de las cosas
el paisaje celeste de los días de enero.

 También mi sangre bulle
y río por los ojos
que han conocido el brote de las lágrimas.

Creo que el mundo es bello,
que la poesía es como el pan,
de todos.

 Y que mis venas no terminan en mí,
sino en la sangre unánime
de los que luchan por la vida,
el amor,
las cosas,
el paisaje y el pan,
la poesía de todos.

    

sábado, 9 de marzo de 2013

MIGUEL ANGEL BUSTOS ─ Selección de poemas

AVANZAN LOS SOLES EN EL CIELO

Cuando tome bajo la luz
otro cuerpo
y besándolo me sienta vivo,
habré reído habré dormido una vez.
Y luego querré caminar nuevamente.
Sin fronteras como el dolor o el hambre,
al refugio de mi herida Buenos Aires.
Aquí
donde cada sol es un ciclo de mi piel.
Donde el viento se extiende temblando.

NO OLVIDAMOS NADA

No olvidamos el llanto
ni el vacío de los muertos en la tierra.
América circula con todo sufrimiento.
Pero canta.
Canta el día de luz que llega
por el río del trigo,
al ardor de sus hombres
erguidos y en marcha.
No olvidamos nada.
Pero el canto es la fiebre más alta.
Huye de nuestras frentes,
señala nuestra sangre.
Alto. Altísimo.
Como nuestro amor.

VEN ACOMPÁÑAME

Abre y mira en mis ojos. No te cito en la luna ni en la estrella.
Te espero en el sol en la lucha en la furia. Ámame. Mi mano te lleva a la arena, y el agua fresca.
Mi mano te trae un pájaro, y el llanto. Mi mano te acaricia, te toma la nuca y el alba.
Ven acompáñame.

MURALLON DE VIDA

Apenas vuele sobre el llanto
por mi lengua riendo llegaré a tus manos.
Elástico al sol subiré enorme
acorralando en la noche
el día de vientos afilados.
Niños heridos
palomas de hambre
amordazan mis besos
sacuden mis risas y te alejan
para que muerda la vida y no me canse la muerte.

ULTIMATUM A UN JOVEN POETA ─ Mario Trejo


Que el pan sea pan y mar el mar
Basta de conjeturas
Murciélagos lunares o roedores de orquídeas
Toda palabra tiene precio
Las palabras que atacan como rayos o víboras
Y también madre
Amigo
Y alcohol y cama y mesa
Y el hijo concebido a dulces empujones
Y los hongos que provocan destellos de amor
O resplandores de muerte
Y el poeta que cae bajo las balas
Como un sol que la noche acribilla

Que el pan sea pan y mar el mar
el agua eterna
Pero la sed eterna
Para poder decir al fin:
He hallado un pan junto al mar
Los buitres sobrevolaban mi amor
He mordido una orquídea

Los buitres disputaban un cuerpo querido
He guiado camiones y dormido en aserraderos
Los buitres devoraban a mi amada
Viajé de noche sobre la arena caliente
Invoqué los nombres secretos
Conjuré un maleficio
Contuve una catástrofe
Conduje un águila a su nido
He muerto con mis muertos y estoy vivo
Cuando llegué a la ciudad
Un loco vagaba por las calles
En su mirada había un cuchillo
Le di mi mano
Lo miré
Le hablé y mi voz duró entre los astros
Éramos sólo dos sobre la tierra
Pero éramos dos sobre la tierra

La soledad se hizo añicos
La poesía palabras

 

jueves, 7 de febrero de 2013

LA VIDA NO ES MUY SERIA EN SUS COSAS ─ Juan Rulfo


 

Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces era más grande aún para su pequeño cuerpecito. Sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pensada oyendo algo de los ruidos del mundo.

Por otra parte, Crispín, a pesar de tener ocho meses ahí adentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba unos golpecitos suaves a la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto.

─El Señor me perdone ─se decía─ pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.

Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de confianza; con la confianza que da el mecerse dentro de esa grande y segura cuna que era su madre.

La madre consideró la existencia de Crispín como un consuelo para ella. Todavía no descansaba en sus lágrimas; todavía había largos ratos en los cuales apretábase al recuerdo de Crispín que se le había muerto. Todavía, y esto era lo peor para ella, no se atrevía a cantar una canción que sabía para dormir a los niños. Con todo, en ocasiones, ella le cantaba en voz baja, como para sí misma; pero en seguida se veía rodeada por unas ganas locas de llorar, y lloraba, como sólo la ausencia de “aquél” podía merecerlo. Luego se acariciaba su vientre y le pedía perdón a su hijo. En otras, se olvidaba por completo de que su hijo existía. Cualquier cosa venía a poner frente a ella la figura de Crispín el mayor. Entonces entrecerraba los ojos, soltaba el pensamiento y, de ese modo, se le iban las horas cotorreando tras de sus buenos recuerdos. Y era en aquellos momentos sin conciencia, cuando Crispín golpeaba con más fuerza en el vientre de ella y ella despertaba. Luego a ella se le ocurría que los latidos del corazón de su hijo no eran latidos, sino más bien eran una llamada que él le hacía, como regañándola por dejarlo solo e irse tan lejos. Y se ponía enseguida a conseguir un montón de reproches que se daba a sí misma, no parando de hacerlo hasta sentirse tranquila y sin miedo.

Porque eso sí, tenía un miedo muy grande de que algo le sucediera a su hijo, mientras ella se la pasaba sueñe y sueñe con el otro. Y no le cabía en la cabeza sino desesperarse al no poder saber nada. “Acaso sufra”, se decía. “Acaso se esté ahogando ahí dentro sin aire; tal vez tenga miedo de la oscuridad. Todos los niños se asustan cuando están a oscuras. Todos. Y él también. ¿Por qué no se iba a asustar él? ¡Ah, si estuviera acá afuera, yo sabría defenderlo; o al menos, vería si su carita se ponía pálida o si sus ojos se hacían tristes. Entonces yo sabría cómo hacer. Pero ahora no; no donde él está. Ahí no.” Eso se decía.

Crispín no vivía enterado de eso. Sólo se movía un poquito al sentir el vacío que los suspiros de su madre producían a un lado de él. Por otra parte, hasta parecían acomodarlo mejor, de modo de poder seguir durmiendo, arrullado a la vez por el sonido parejo y repetido que la sangre ahí cerca hacía al subir y bajar una hora tras otra hora.

Así iba el asunto. Ella, fuera de sus malos ratos, se sentía encariñada a los días que vendrían. Y era para azorarse verla hacer los gestos de alegría que todas las madres aprenden tantito antes, para estar prevenidas. Y el modo de cuidar sus manos, alisándolas, con el fin de no lastimar mucho aquella carne casi quebradiza que pasearía hecha un nudo sobre sus brazos.

Así iba el asunto.

Sin embargo, la vida no es muy seria en sus cosas. Es de suponerse que ella ya sabía esto, pues la había visto jugar con Crispín el mayor, escondiéndose de él, hasta dar por resultado que ninguno de los dos volvieron a encontrarse. Eso había sucedido. Pero, por otra parte, ella no se imaginaba a la muerte sino de un modo tranquilo: tal como un río que va creciendo paso a paso, y va empujando a las aguas viejas y las cubre lentamente mas sin precipitarse, como lo haría un arroyo nuevo. Así se imaginaba ella la muerte, porque más de una vez la vio acercarse. La vio también en Crispín, su esposo, y aunque al principio no le fue posible reconocerla, al fin y al cabo, cuando notó que todo en él se maltrataba, no dudó que ella era. Así, pues, ella bien se daba cuenta de lo que la vida acostumbra a hacer con uno, cuando uno está más descuidado.

Aquella mañana ella quiso ir al camposanto. Como siempre solía preguntar a Crispín el no nacido, si estaba de acuerdo, lo hizo: “Crispín, le dijo, ¿te parece bien que vayamos? Te prometo que no lloraré. Sólo nos sentaremos un ratito a platicar con tu padre, y después volveremos; nos servirá a los dos ¿quieres?” Luego, tratando de adivinar en qué lugar podía tener sus manitas aquél hijo suyo: “Te llevaré de la mano todo el tiempo”. Esto le dijo.

Abrió la puerta para salir; pero enseguida sintió un viento frío, agachado al suelo, como si anduviera barriendo las calles. Entonces regresó por un abrigo, ¿pues qué pasaría si él sintiera frío? Lo buscó entre las ropas de la cama; lo buscó en el ropero; lo halló allá arriba, en un rinconcito. Pero el ropero estaba mucho más alto que ella y tuvo que subir al primer peldaño, después puso la rodilla en el segundo y alanzó el abrigo con la puntita de los dedos. En ese momento pensó que tal vez Crispín se habría despertado por aquel esfuerzo y bajó a toda prisa. Bajó muy hondo. Algo la empujaba. Debajo de ella, el suelo estaba lejos, sin alcance…

jueves, 31 de enero de 2013

LAS HAMACAS VOLADORAS - Miguel Briante


Primer punto.         
Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada, sobresaliente del bolsillo del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algún santo; acerca del gordo, no podría recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba así. Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. Él, en cambio, se había despertado pensando: hoy va a ser distinto. Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. Dirigía –por primera vez sintió eso: que dirigía- ese remolino de caras que estaba envolviéndolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al movimiento. Se lo había explicado el viejo, la primera vez que le permitió manejar eso que ellos llamaban la máquina. (Segundo punto, inconscientemente). Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de semicírculo parecido a un engranaje: el trozo de cobre, el contacto, iba entrando sucesivamente en las ranuras. La máquina aumentaba su velocidad. Lo aprendió mucho tiempo después de encontrar al viejo. Él tenía la espalda amoldada a esos bancos curvos, las piernas acostumbradas a replegarse en los asientos, cuando los guardas lo dejaban dormir en los trenes en marcha. Aún se acordaba de muchas cosas: un policía haciéndolo bajar en Aristóbulo del Valle, preguntándole dónde vivía. Alguien, diciendo: la culpa la tienen los padres. Y él había descubierto que sí, que si papá no se hubiese muerto, si mamá. Después, al poco tiempo, otro agente avanzando hacia él, en Retiro. Y esa figura encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrás, adelantándose al uniforme y tomándolo de un brazo. Vamos, apurate, que te llevan, había dicho el viejo. Él se dejaba arrastrar. Escapando de las comisarías de las preguntas, de esos patios traseros que había lavado tantas veces, entre los presos, o de esos zapatos que había lustrado cayéndose de sueño, entre las risas de los agentes. Las hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberían estar volando, pensó. Las cadenas cimbraban levemente. La chica parecía feliz. El pelo de la vieja, libre de sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va a flotar. El pibe que la seguía iba a tocarlo; la madre del pibe, atrás, iba a tocarlo a él. Todos despreocupados, contentos, ninguno había advertido nada: el movimiento brusco sacudiendo la máquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente –como explicaba siempre el viejo- a la altura, a la velocidad. Recordaba la cara del viejo (esa cara que los años iban gastando hacia adentro, ahuecándola como una roca, creándole nuevas aristas duras, brutales), y su voz diciendo: estúpido, entendés ahora, a ver, probá. Él probó: con una sensación de torpeza, de inseguridad en las manos. La palanca, demasiado separada, corrió casi todos los puntos de golpe: las hamacas, vacías, estaban allá arriba, girando a la máxima velocidad. Entonces el viejo hizo una mueca, una de las manos se apoyó en su cuello, la otra subió hasta él, golpeándolo.
Tercer golpe.
Lo dio con rabia. El viejo dio ese tercer golpe, y el cuarto, y los demás, con una rabia casi increíble. Pero yo sí debía creerla. Porque desde hace mucho tiempo esa rabia, esos golpes, eran reales, cotidianos, para él. Me ha pegado mucho, me ha pegado demasiadas veces. Desde la vez en que lo llevó al parque y le dijo: vos, por ahora, tenés que limpiar. Y él, con el trapo en la mano, pensaba: poder estar allá arriba, poder subir. Mientras limpiaba los engranajes, aceitaba las ruedas, arreglaba los asientos que la gente rompía. Las caras pasando constantemente, recortándose felices contra el cielo. Los boletos desplegándose en sus manos, durante unos segundos. El viejo en la boletería. Las manos blancas. Las manos grandes de los hombres oscuros o de los marineros. Los sombreros de las viejas. El pelo rubio y el rostro de las chicas, flotando. Dando vueltas. Vueltas. Poder estar allá arriba. Y recordaba esa mañana en que el viejo le había dicho: subí, vamos a probar cómo anda. Porque algo estaba roto y había que tener seguridad. Eso: seguridad. Me estaba usando para hacer las pruebas. Y él había subido. Después de tantos años era hermoso –aunque nunca supo decir qué era, en realidad- sentir esa detenida felicidad de estar subiendo. Se ajuntó, lentamente, el cinturón. Acomodó las manos sobre la madera. Yo tenía diez años, o más. El viejo movió la palanca. Él movía la palanca para que subiera yo. la máquina arrancó. Las hamacas tomaron velocidad lentamente. Mucho más lentamente que ahora: en forma normal. Girar. Subir. Girarsubir en un apuro envolvente hasta que el parque estuvo abajo. Primero –a pedazos, tratando de ver por entre los hierros de la montaña rusa, imaginando lo que ocultaban los edificios del parque- se preocupó de la Torre de los Ingleses, de los relojes de Retiro que pasaban hacia atrás en círculo, después la avenida y la plaza San Martín y después la ciudad y después el puerto con los barcos que parecían navegar rápidamente mientras él daba vueltas, feliz, hasta que miró hacia abajo, hacia el parque, y lo vio desierto, largamente vacío, silencioso, sin rostros, sin luces, muerto mientras la velocidad decrecía (movió la palanca: arriba, la velocidad aumentaba) y él al bajar, se encontraba con el viejo, con los trapos sucios que durante años iban a ser su único trabajo. Y hasta después de cumplir los quince años (aunque nunca supo exactamente su edad) siguió pensando lo mismo que había pensado aquella vez: cómo será de noche, cuando las luces y los rostros. Sobre todo desde aquella vez en que el viejo le dio la orden: Bueno, ahora tenés que manejar vos; yo voy afuera, a los boletos. Cada vez que ponía en marcha la máquina pensaba eso. Poder estar allá arriba, entre la gente, pensó. Cinco.
Cinco veces había subido, a lo largo de todos esos años. Cada vez que se rompían las hamacas. Primero las arreglaba el viejo y él las probaba. Pero hace poco el viejo le dio las herramientas: vos tenés que arreglarlas, a ver cómo te portás. Y se fue. Durante toda la mañana trabajó, con esa pequeña molestia de la grasa; una costumbre, en sus manos. La palanca estaba desenganchada. Manejó los tornillos, mientras pensaba en el viejo. (El viejo en la boletería, la gente arriba volando; el viejo a la noche, haciéndole limpiar los asientos y las correas y la máquina. El viejo, después, en la piecita, despertándolo temprano para que fuese a arreglar la máquina, cuando él hubiera querido permanecer ahí, dentro del sueño, en ese lugar donde la cara del viejo no era tan terrible y a veces ni siquiera existía). Miró hacia arriba: los rostros. Un solo rostro circular y sonriente que lo rodeaba cada vez más rápido, una cara que ahora, al mover la palanca, cuando él pasara
al sexto punto
cambiaría de gesto, pensó mientras todos cambiaban de gesto; se mareaban, seguramente, porque ya las hamacas han salido de lo que antes era velocidad máxima, y nadie sabe que antes sólo al pensar diez –cuando la palanca, sobre los contactos, ya no podía avanzar más- las hamacas llegaban a la máxima velocidad. Todo va a ser distinto. Y recordaba la escena: su sonrisa al terminar de probar las hamacas; el viejo, después, preguntando si ya andaban bien. Ya vas a ver qué bien andan, pensó, y dijo que sí, que andaban muy bien. Su cuerpo tapaba la palanca mientras miraba cómo las hamacas, vacías, empezaban a funcionar. Ahora, está pensando lo mismo: Ya vas a ver qué bien andan- ya van a ver. El gesto de la gente –aunque, en realidad, no podía verlo- no habría cambiado mucho. Ningún grito, hasta ahora. Trató de distinguir a la vieja, a la chica rubia, al gordo. Todo era un círculo veloz. Recién en el séptimo golpe iban a darse cuenta. Pero nadie iba a detenerlo. La palanca la tengo yo. Durante un instante sintió ese mismo placer de subir por primera vez a las hamacas. El silencio, como aquel día, era una cara aislante creciendo en sus oídos, más acá del círculo rápido de las hamacas que giraban a su alrededor. El viejo estaba en la boletería, ocupado en contar la plata, en atender a los que después pasaban a formar cola para la próxima vuelta. La próxima vuelta. Ninguno había advertido nada. Ellos están arriba, yo abajo: puedo decidir. Las caras unificándose; tapando, incluso, la del viejo, haciendo que esa cara esté ahí abajo, y gire, como si hubiese entendido algo, hacia él. Ese viejo bruto lo ha mirado como presintiendo algo. Ahora, avanza hacia las hamacas. Él sabe que la velocidad ha sobrepasado lo normal. Pero van a ir más arriba. Acercate viejo. Y la palanca saltó hacia el
séptimo punto
y la gente, el viejo, todos, pudieron oír el crujido no muy fuerte, pero perfectamente transmitido a través del poste central, hacia abajo, desde las cadenas. No había gritos, pero se empezaban a inquietar. El viejo avanzaba hacia él, enderezando justo al centro del amplio círculo, por la pieza, mientras él se acurrucaba y el viejo sacudía el cinturón. En ese lugar, muchas veces había subido los brazos, primero pidiendo perdón, inútilmente; después, atajándose los golpes, el movimiento de esas tiras de cuero traídas del parque, para arreglar. La hebilla estaba siempre para el lado de su cuerpo. El rostro del viejo, ahora, viniendo hacia las hamacas. La gente, sin gritar mucho todavía, arriba. La hebilla bajando sobre su cuerpo, abriendo surcos, subiendo llena de sangre para volver a bajar y subir girando allí arriba con sonidos secos, crujidos que bajaban y subían, giraba con el rostro de la chica rubia el pelo el tipo gordo de pronto asustado seguramente la mujer tratando de aferrar con una pirueta el sombrero que trataría de escaparse el viejo avanzando con la máquina de los boletos en la mano cerrada sobre la cinta de cuero que se balancea mientras él siente la palanca redondeada en su mano. Yo soy el que puede decidir ahora, viejo. Tu ruina, todo. Los de arriba ya no van a reírse porque cuando dé el
octavo golpe
las hamacas dan un salto, las cadenas giran casi horizontales y ahora sí, el miedo. Vos también tenés miedo, viejo. Estás por entender. El rostro del viejo era una mueca terrible: ya no tengo miedo. El viejo decía que la máquina estaba descompuesta, que la parara. Y que después, en la pieza –eso creyó oírlo, como todo, entre ruido- iba a ver. Eso: en la pieza. La hebilla manchada de sangre bajando a desgarrarle la cara haciendo de su cara esa cosa horrible que había visto cada mañana, en el espejito de la pieza, viendo también la cara del viejo, atrás, más allá, del círculo. Y su mano, fuertemente apretada a la palanca se mueve hasta el noveno punto y siente saltar las hamacas. Sin mirar hacia arriba o ye los gritos, confusamente perdidos. Después, ve la gente borroneada formando una sola cara, la del viejo, allá arriba, girando, amenazándolo mientras el viejo, abajo, quiere cruzar y no se anima. El silencio era algo más real, como una bruma que dejaba pasar los gritos, algún ruido, y a través de la cual veía amontonarse la gente, abajo, la gente que señalaba para arriba, mientras él sólo podía oír ese crujido creciente, ahora, ese jadeo del motor que estaba a punto de quebrarse, de reventar como van a reventar todos, como vas a reventar vos, viejo, y ya no vas a poder volver a pegarme, pensaba, mientras el viejo, entre la gente, encerraba la cabeza entre los brazos, grotesco, y gritaba. La cara del viejo volvía a estar allá arriba, gritando un grito enorme, girando. Las cadenas se entrechocaban. Oyó un ruido más fuerte. Le pareció que un bulto oscuro cruzaba el aire. Los gritos crecieron también abajo, subieron, uniéndose a los de ese rostro único, el de ese maldito viejo que estaba arriba. La gente corría. Vio uniformes. Pensó: vengan. Gritó: vení, viejo de mierda, que no van a pararme. Gritó: vengan, gran puta.
Gritó: Me queda, todavía, un punto más.

sábado, 26 de enero de 2013

LA BALADA DEL ALAMO CAROLINA - Haroldo Conti


Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo.
Este álamo carolina nació aquí mismo, exactamente, aunque el álamo carolina, por lo que se sabe, viene mediante estaca y éste creció solo, asomó un día sobre esta tierra entre los pastos duros que la cubren como una pelambre, un pastito más, un miserable pastito expuesto a los vientos y al sol y a los bichos. Y él creyó, por un tiempo, que no iba a ser más que eso hasta que un día notó que sobrepasaba los pastos y cuando el sol vino más fuerte y tembló la tierra se hinchó por dentro y se puso rígido y sentía una gran atracción por las alturas, por trepar en dirección al cielo, y hasta sintió que había dentro de él como un camino, aunque todavía no supiese lo que era eso, lo supo recién al año siguiente cuando los pastos quedaron todavía más abajo y detrás de los pastos vio un alambrado y detrás del alambrado vio el camino, que es una especie de árbol recostado sobre la tierra con una rama aquí y otra allá, igual de secas y rugosas en el invierno y que florecen en las puntas para el verano, pues todas rematan en un mechoncito de árboles verdaderos. Por ahí andan los hombres y el loco viento empujando nubes de polvo. También ya sabía para entonces lo que era una rama porque, después de las lluvias de agosto, sintió que su cuerpo se hinchaba en efecto aquí y allá y una parte de él se quedó ahí, no siguió más arriba, torció a un lado y creció sobre la tierra de costado igual que el camino.
Ahora es un viejo álamo carolina porque han pasado doce veranos, por lo menos, si no lleva mal la cuenta. Ahora crece más despacio, casi no crece. En primavera echa las hojas en el mismo sitio que estuvieron el otro verano y por arriba brotan unas crestitas de un verde más encarnado pero al caer el sol se encienden como por dentro, pero él ahora no pretende más que eso, esa dulce luz del verano que lo recubre como un velo. Y dentro de esa luz está él, el viejo álamo, todo recuerdo. De alguna manera ya estaba así hace doce veranos cuando asomó sobre la tierra y crecer no fue nada más que como pensarse. Sólo que ahora recuerda todo eso, se piensa para atrás, y no nace otro árbol. En eso consiste la vejez. Verde memoria.
Ahora es el comienzo del verano justamente y acaba de revestirse otra vez con todas sus hojas, de manera que como recién están echando el verde más fuerte (son como pequeños árboles cada una) por la tarde, cuando el sol declina y se mete entre las ramas el álamo se enciende como una lámpara verde, y entonces llegan los pájaros que se remueven bulliciosamente entre las hojas buscando donde pasar la noche y es el momento en que el viejo álamo carolina recuerda. A propósito de la noche, los pájaros y el verano. Recuerda, por ejemplo, a propósito de los pájaros, el primero de ellos que se posó sobre la primera rama, que ha quedado allá abajo pero entonces era el punto más alto, ya casi no da hojas y es tan gruesa como un pequeño árbol. En aquel tiempo era su parte más viva y sintió el pájaro sobre su piel, un agitado montoncito de plumas. Descansó un rato y luego emprendió el vuelo. Recién dos veranos después, cuando divisó la primera casa de un hombre y detrás de ella la relampagueante línea del ferrocarril, una montera armó un nido en la horqueta de la última rama. Cortó y anudó ramitas pacientemente y así el álamo se convirtió en una casa, supo lo que era ser una casa, el alma que tiene una casa, como antes supo del camino y del alma del camino, ese ancho árbol florecido de sueños. El nido se columpiaba al extremo de la rama y él, aunque gustaba del loco viento de la tarde, procuraba no agitarse mucho por ese lado, le dio todo el cobijo que pudo, echó para allí más hojas que otras veces.
Al final del verano los pichones saltaron del nido y los sintió desplazarse temblorosos sobre la rama con sus delgadas patitas, tomar impulso una y otra vez y por fin lanzarse y caer en el aire como una hoja. Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita como el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta, salta de un rama a otra todo pajarito, ave de madera en su verde jaula de fronda.
Ese verano fue el mismo del ferrocarril. Antes viene la casa. No vio la casa por completo, ni siquiera cuando, años después, trepó mucho más alto, sino lo que se ve ahora mismo desde el brote más empinado, un techo de chapa que se inflama con el sol y una chimenea blanca que al atardecer lanza un penacho de humo. A veces el viento trae algunas voces. Con todo él ha llegado hasta la casa en alguna forma, a través de las hojas de otoño que arrastra el viento. Con sus viejos ojos amarillos ha visto la casa aun por dentro, ha visto al hombre, flaco y duro con la piel resquebrajada como la corteza de las primeras ramas, la mujer que huele a humo de madera, un par de chicos silenciosos con el pelo alborotado como los plumones de un pichón de montera. Con sus viejas manos amarillas ha golpeado la puerta de tablas quebradas, ha acariciado las descascaradas paredes de adobe encalado, y mano y ojo y amarillas alas de otoño ha corrido delante de la escoba de maíz de Guinea y trepado nuevamente al cielo en el humo oloroso de una fogata que anuncia el frío, el tiempo dormido del árbol y la tierra.
El ferrocarril pasa por detrás de la casa pero hubo de trepar hasta el otro verano, cuando volvieron las hojas y los pájaros, para entrever el brillo furtivo de las vías cortando a trechos la tierra. Ya había sentido el ruido, ese oscuro tumulto que agitaba el suelo porque el árbol crecía tanto por arriba como por debajo. Por debajo era un árbol húmedo de largas y húmedas ramas nacaradas que penetraban en la tibia noche de la tierra. Por ahí vivía y sentía el árbol principalmente, por ahí su día era un día del mundo, así de ancho y profundo, porque la tierra que palpitaba debajo de él le enviaba toda clase de señales, era un fresco cuerpo lleno de vida que respiraba dulcemente bajo las hojas y el pasto y sostenía cuando hay en este mundo, incluso a otros árboles con los cuales el viejo álamo carolina se comunicaba a través de aquel húmedo corazón. Al este, por donde nace el sol, había un bosque. Lo divisó una mañana con sus ojos verdes más altos y todas sus hojas temblaron con un brillo de escamas. Era un árbol más grande, el más grande y formidable de todos. Al caer la tarde, con el sol cruzado barriendo oblicuamente los pastos que parecían mansas llamitas, los árboles aquellos ardieron como un gran fuego. Por la noche, el álamo apuntó una de sus delgadas ramas subterráneas en aquella dirección y recibió la respuesta. No era un árbol más grande, era un bosque, es decir, un montón de ellos, tierra emplumada, alta y rumorosa hermandad.
¿Por qué no estaba él allí? ¿Por qué había nacido solitario? ¿Acaso él no era como un resumen del bosque, cada rama un árbol? Todas estas preguntas le respondió el bosque, sus hermanos, noche a noche. Esta y muchas otras porque a medida que se ponía viejo, en medio de aquella soledad, se llenaba de tantas preguntas como de pájaros a la tardecita. Los árboles no duermen propiamente, se adormecen, sobre todo en invierno cuando las altas estrella se deslizan por sus ramas peladas como frías gotas de rocío. Es entonces cuando sienten con más fuerza todas aquellas voces y señales de la tierra. Los animales de la noche salen de sus madrigueras y roen en la oscuridad, un pájaro desvelado vuela hacia la luz de una casa, un bulto negro trota por el camino, los grillos vibran entre los pastos como cuerdas de cristal, un perro aúlla en la lejanía, el hombre se da vuelta en la cama y piensa cuántas fanegas dará el cuadro de trigo. En este mismo momento, en esta noche tan quieta, la semilla está trabajando ahí abajo, el árbol la siente germinar, siente su pequeño esfuerzo, cómo se hincha y se despliega y recorre, pulgada por pulgada, el mismo camino que ha trazado el deseo del hombre, que ha vuelto a dormirse y sueña con una suave marea de espigas amarillas.
Y fue por ahí, por la tierra, que el árbol tuvo noticias del ferrocarril cuando un día sintió ese tumulto que subió por sus raíces. Tiempo después, luego de divisar la morada del hombre, vio por fin aquella alocada y ruidosa casa que con chimenea y todo corría sobre la tierra, y supo por ella que además de los pájaros gran parte de cuando vive su mueve de un lado a otro y el viejo álamo, que entonces no era tan viejo pero sí árbol completo, sintió por primera vez el dolor de su fijeza. Él sólo podía ir hacia arriba trazando un corto camino en el cielo y al comienzo del otoño volar en figura según el viento en la trama de sus hojas. En cierto momento, después de la casa, el tren se transportaba entre sus ramas y a veces el penacho de humo llegaba hasta el mismo álamo. Esto dependía del viento, del cual, por instrucción de los pájaros, el viejo álamo había aprendido a extraer otros muchos sucesos. Según soplase, él agitaba sus hojas como verdes plumas y simulaba temblorosos vuelos. El viento subía y bajaba en frescas turbonadas por dentro de aquella jungla vegetal provocando, de acuerdo a la disposición del follaje, murmullos y silbidos que complacían al árbol músico.
Todo esto se aprende con los años, un verano tras otro, y luego para el hablo son materia de recuerdo en el invierno. El invierno comienza para él con la caída de la primera hoja. Un poco antes nota que se le adormecen las ramas más viejas y después el sueño avanza hacia adentro aunque nunca llega al corazón del árbol. En eso siente un tironcito y la primera hoja planea sobre el suelo. Así empieza. Después cae el resto y el viento las revuelve, las dispersa, corren y se entremezclan con las hojas de otros árboles, cuando el viejo álamo carolina ya se ha adormecido y piensa quietamente en el luminoso verano que, de algún modo, ya está en camino a través de la tierra, por el tibio surco de su savia. La lluvia oscurece sus ramas y la escarcha las abrillanta como si fuesen de almendra. Algunas se quiebran con los vientos y el árbol se despabila por un momento, siente en todo su cuerpo esa pequeña muerte aunque él todavía se sostiene, sabe que perdurará otros veranos. Hasta que allá por setiembre memoria y suceso se juntan en el tiempo y un dulce cosquilleo sube desde la oscuridad de la tierra, reanima su piel, desentumece las ramas y el viejo álamo carolina se brota nuevamente de verdes ampollas. El aire ahora es más tibio y el hombre, al que observa desde el brote más alto, recorre el campo y espía las crestitas verdes que acaban de aparecer sobre la tierra.
Para mediados de octubre el viejo álamo está otra vez recubierto de firmes y oscuras hojas que brillan con el sol cuando la brisa las agita la caída de la tarde. El sol para este tiempo es más firme y proyecta sobre el suelo la enorme sombra del árbol.
Fue en este verano, cuando el sol estaba bien alto y la sombra era más negra, que el hombre se acercó por fin hasta el árbol. Él lo vio venir a través del campo, negro y preciso sobre el caballo sudoroso. El hombre bajó del caballo y penetró en la sombra. Se quitó el sombrero cubierto de tierra, después de mirar hacia arriba y aspirar el fresco que se descolgaba de las ramas y se quitó el sudor de la frente con la manga de la camisa. Después el hombre, que parecía tan viejo como el viejo álamo carolina, se sentó al pie del árbol y se recostó contra el tronco.
Al rato el hombre se durmió y soñó que era un árbol.


jueves, 3 de enero de 2013

EPISTOLA A LOS POETAS QUE VENDRAN - Manuel Scorza

Tal vez mañana los poetas pregunten

por qué no celebramos la gracia de las muchachas;

quizá mañana los poetas pregunten

por qué nuestros poemas

eran largas avenidas por donde venía la ardiente cólera.

Yo respondo: por todas partes se oía el llanto,

por todas partes nos cercaba un muro de olas negras.

¿Iba a ser la poesía

una solitaria columna de rocío?

Tenía que ser un relámpago perpetuo.

Yo os digo:

mientras alguien padezca,

la rosa no podrá ser bella;

mientras alguien mire el pan con envidia,

el trigo no podrá dormir;

mientras los mendigos lloren de frío en la noche,

mi corazón no sonreirá.

Matad la tristeza, poetas.

Matemos a la tristeza con un palo.

Hay cosas más altas

que llorar el amor de tardes perdidas:

el rumor de un pueblo que despierta,

eso es más bello que el rocío.

El metal resplandeciente de su cólera,

eso es más bello que la luna.

Un hombre verdaderamente libre,

eso es más bello que el diamante.

Porque el hombre ha despertado,

y el fuego ha huido de su cárcel de ceniza

para quemar el mundo donde estuvo la tristeza.