Bendita seas
soledad infinita de mi muerte.
Porque gracias a ti he comprendido
la estupidez de lo que llaman vida
la majestad de lo que llaman muerte.
¡Qué absurdo es el hombre al rehuir tu empeño!
¡Qué necia su idea! ¡Qué ciego su afán!
El hombre es cobarde.
Su alma mezquina.
Su cuerpo de barro recubre un cadáver.
Su boca sin lengua ya no sabe hablar.
El hombre está solo.
Camina en el tiempo sin saber dónde va.
Sueña una vida.. No vive su sueño.
Persigue una sombra que no puede hallar.
La vida le duele.
La muerte lo espanta.
Hombre, yo estoy muerto. Ya no temo.
Pero tú,
con vida y con muerte y con miedo
¿hacia dónde vas?
¿qué opinas del blog?
domingo, 23 de diciembre de 2012
martes, 11 de diciembre de 2012
a href="http://palabravirtual.com/index.php?ir=ver_voz1.php&wid=39&p=Miguel_Hernandez&t=Cancion_del_esposo_soldado&o=Miguel+Hernandez%5C%22+target%3D%5C%22_blank%5C%22%3EPoema+en+audio%3A+CanciA%B3n+del+esposo+soldado+de+Miguel+HernA%A1ndez+por+Miguel+HernA%A1ndez" target="_blank">Poema en audio: Canción del esposo soldado de Miguel Hernández por Miguel Hernández</a>
lunes, 5 de noviembre de 2012
TODOS ESOS OJOS FIJOS
...si al menos abrieran un poco la puerta, pensó -el olor de los pedos llenaba la cuadra-, él miraría hacia afuera y no sentiría tanto ese fuego que le endurecía los muslos y que arrancaba de allí, de las puntas de los pies apoyados en el suelo, de los talones juntos y en alto, del vértice de ese ángulo que formaban sus piernas flexionadas.
Hacía casi una hora que estaban en esa posición, los brazos extendidos hacia adelante paralelos al suelo. Y esas agujas que les corrían por las nalgas y las distendían y hacían imposible contenerse. En cuanto se producía una variación en las paralelas, en cuanto los talones se apoyaban un momento, el cabo Gómez, retirando su borceguí del trasero del caído, gritaba: -¡Maricón, sábado y domingo sin franco!
Hasta ahora sólo habían caído dos de los ciento veinte, los más flojos, los maricones, los conchudos que no habían sido capaces de aguantar. Los demás aguantaban y en cuanto veían a alguno que empezaba a flaquear, el que estaba al lado le susurraba no aflojés, hay que demostrarle a estos hijos de puta que las tenemos bien puestas.
Él sentía que iba a ser el próximo en caer. Ya tenía un nudo en la planta de los pies por el esfuerzo de mantener los talones levantados. Los brazos estaban a punto de caérsele, tironeados desde abajo por incontables poleas. Pero todavía aguantaba. Él también quería ser de los que las tenían bien puestas y no quería fallarle a los otros. Sobre todo no quería fallarle a Campos.
Todo empezó por la radio.
Recién terminaban de tocar diana, cuando el subteniente Riquelme, veintidós años escasos, casi la edad de ellos, entró en la cuadra gritando: -¡Atención, la compañía al pie de las camas!
Los ciento veinte dejaron los roperos abiertos y saltaron hacia adelante. Riquelme engoló la voz y gritó: -¡Soldados! Anoche el teniente Ruiz estuvo trabajando hasta tarde en su despacho y al irse olvidó la radio. Ahora no aparece. ¿Quién la robó?
Ciento veinte voces hicieron silencio.
- Muy bien, no quieren contestar, eh...¡Cabo Gómez! -llamó-. Que los soldados vacíen uno por uno los roperos. Usted va a controlar.
Desde el fondo de la cuadra se oyó una protesta: -Esto es injusto, mi subteniente.
Riquelme se puso pálido. La voz le temblaba: -¿Quién fue? -y la voz cayó en la e final.
-Yo, mi subteniente -y una silueta menuda dio un paso al frente.
-¡Nombre!
- Soldado Campos, mi subteniente.
- De modo que el sodadito se permite hacer observaciones a un superior...
-No es una observación, mi subteniente, pero yo estuve de guardia anoche y cuando entró el teniente Ruiz no traía radio.
Riquelme parecía desorientado, a punto de perder su dignidad.
La orden sonó seca como un disparo: -¡Al calabozo!
Nadie en la compañía había visitado el calabozo. Y ahora lo inauguraba Campos. El negro Gómez lo sacó de un empujón y ordenó a dos soldados que se lo llevaran. Y los que quedaron se prometieron dársela al negro Gómez.
Riquelme hizo abrir la puerta de la cuadra: -¡La compañía afuera carrera march! -ordenó, y a medio vestir, los borceguíes desatados, salieron hacia el campito, empujando en su carrera al subteniente Riquelme.
Y allí bailaron toda la mañana.
-¡Cuerpo a tierra! -y los que caían en los charcos salpicaban a los demás. -¡Salto de rana! -y algunos pisaban los cordones y rodaban por el barro. -¡Sacar petróleo! ¡Saltos para arriba! -y eso era lo peor, después de dar vueltas agachados la sangre subía a la cabeza, y al caer no se sabía qué o quién estaba
debajo- -¡Sentarse! ¡Arrastrarse! -y los abrojos se les metían entre las ropas.
Después Riquelme se cansó de que ellos no se cansaran y mandó traer el rancho. Estaban agotados, deshechos, las piernas casi no les respondían. Pero ninguno comió. La voz de Campos aún resonaba en sus oídos.
Riquelme se enfureció: -¡Esto es insubordinación! -En el baile había perdido el silbato y tenía la voz ronca de tanto gritar. -¡La compañía a la cuadra, carrera march! ¡Al pie de las camas, flexiones uno!
Y así estaban, casi una hora en esa posición
Miró de reojo a los que tenía al lado. Jorge estaba violeta, y el sudor mezclado con la tierra del rostro le dibujaba listas marrones en las mejillas. A cada instante repetía no doy más, no doy más, pero nadie le contestaba y seguía sin dar más pero dando todavía. En cambio Federico parecía no sentir nada. A veces un temblor le bajaba los párpados, pero los alzaba en seguida y clavaba los ojos en el respaldo de la cama. impávido y obstinado.
Otra patada, otro caído. Alonso, el dragoneante. Maricón, merecería que le sacaran las jinetas. Bah, qué tanto joder si él tampoco aguantaba más. Ni aunque pensara en los otros, ni siquiera en Campos. Pero no quería darle el gusto de una patada al negro Gómez. Ya lo tenía pensado. Simplemente se levantaría, le diría a Riquelme: -Mi subteniente, me siento mal, puedo salir...
Vio el desencanto en los ojos de Jorge, el desprecio en la rígida obstinación de Federico, el gesto indefinible de Riquelme...
Cuando salía se cruzó con un soldado que venía de la guardia: -¿Qué pasa, flaco, por qué los están bailando?
- Por la radio del teniente -respondió sin voz.
- La radio apareció. Ruiz la había olvidado en el casino. Yo vengo a darle el parte a Riquelme.
(incluido en El viento, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2003)
Hacía casi una hora que estaban en esa posición, los brazos extendidos hacia adelante paralelos al suelo. Y esas agujas que les corrían por las nalgas y las distendían y hacían imposible contenerse. En cuanto se producía una variación en las paralelas, en cuanto los talones se apoyaban un momento, el cabo Gómez, retirando su borceguí del trasero del caído, gritaba: -¡Maricón, sábado y domingo sin franco!
Hasta ahora sólo habían caído dos de los ciento veinte, los más flojos, los maricones, los conchudos que no habían sido capaces de aguantar. Los demás aguantaban y en cuanto veían a alguno que empezaba a flaquear, el que estaba al lado le susurraba no aflojés, hay que demostrarle a estos hijos de puta que las tenemos bien puestas.
Él sentía que iba a ser el próximo en caer. Ya tenía un nudo en la planta de los pies por el esfuerzo de mantener los talones levantados. Los brazos estaban a punto de caérsele, tironeados desde abajo por incontables poleas. Pero todavía aguantaba. Él también quería ser de los que las tenían bien puestas y no quería fallarle a los otros. Sobre todo no quería fallarle a Campos.
Todo empezó por la radio.
Recién terminaban de tocar diana, cuando el subteniente Riquelme, veintidós años escasos, casi la edad de ellos, entró en la cuadra gritando: -¡Atención, la compañía al pie de las camas!
Los ciento veinte dejaron los roperos abiertos y saltaron hacia adelante. Riquelme engoló la voz y gritó: -¡Soldados! Anoche el teniente Ruiz estuvo trabajando hasta tarde en su despacho y al irse olvidó la radio. Ahora no aparece. ¿Quién la robó?
Ciento veinte voces hicieron silencio.
- Muy bien, no quieren contestar, eh...¡Cabo Gómez! -llamó-. Que los soldados vacíen uno por uno los roperos. Usted va a controlar.
Desde el fondo de la cuadra se oyó una protesta: -Esto es injusto, mi subteniente.
Riquelme se puso pálido. La voz le temblaba: -¿Quién fue? -y la voz cayó en la e final.
-Yo, mi subteniente -y una silueta menuda dio un paso al frente.
-¡Nombre!
- Soldado Campos, mi subteniente.
- De modo que el sodadito se permite hacer observaciones a un superior...
-No es una observación, mi subteniente, pero yo estuve de guardia anoche y cuando entró el teniente Ruiz no traía radio.
Riquelme parecía desorientado, a punto de perder su dignidad.
La orden sonó seca como un disparo: -¡Al calabozo!
Nadie en la compañía había visitado el calabozo. Y ahora lo inauguraba Campos. El negro Gómez lo sacó de un empujón y ordenó a dos soldados que se lo llevaran. Y los que quedaron se prometieron dársela al negro Gómez.
Riquelme hizo abrir la puerta de la cuadra: -¡La compañía afuera carrera march! -ordenó, y a medio vestir, los borceguíes desatados, salieron hacia el campito, empujando en su carrera al subteniente Riquelme.
Y allí bailaron toda la mañana.
-¡Cuerpo a tierra! -y los que caían en los charcos salpicaban a los demás. -¡Salto de rana! -y algunos pisaban los cordones y rodaban por el barro. -¡Sacar petróleo! ¡Saltos para arriba! -y eso era lo peor, después de dar vueltas agachados la sangre subía a la cabeza, y al caer no se sabía qué o quién estaba
debajo- -¡Sentarse! ¡Arrastrarse! -y los abrojos se les metían entre las ropas.
Después Riquelme se cansó de que ellos no se cansaran y mandó traer el rancho. Estaban agotados, deshechos, las piernas casi no les respondían. Pero ninguno comió. La voz de Campos aún resonaba en sus oídos.
Riquelme se enfureció: -¡Esto es insubordinación! -En el baile había perdido el silbato y tenía la voz ronca de tanto gritar. -¡La compañía a la cuadra, carrera march! ¡Al pie de las camas, flexiones uno!
Y así estaban, casi una hora en esa posición
Miró de reojo a los que tenía al lado. Jorge estaba violeta, y el sudor mezclado con la tierra del rostro le dibujaba listas marrones en las mejillas. A cada instante repetía no doy más, no doy más, pero nadie le contestaba y seguía sin dar más pero dando todavía. En cambio Federico parecía no sentir nada. A veces un temblor le bajaba los párpados, pero los alzaba en seguida y clavaba los ojos en el respaldo de la cama. impávido y obstinado.
Otra patada, otro caído. Alonso, el dragoneante. Maricón, merecería que le sacaran las jinetas. Bah, qué tanto joder si él tampoco aguantaba más. Ni aunque pensara en los otros, ni siquiera en Campos. Pero no quería darle el gusto de una patada al negro Gómez. Ya lo tenía pensado. Simplemente se levantaría, le diría a Riquelme: -Mi subteniente, me siento mal, puedo salir...
Vio el desencanto en los ojos de Jorge, el desprecio en la rígida obstinación de Federico, el gesto indefinible de Riquelme...
Cuando salía se cruzó con un soldado que venía de la guardia: -¿Qué pasa, flaco, por qué los están bailando?
- Por la radio del teniente -respondió sin voz.
- La radio apareció. Ruiz la había olvidado en el casino. Yo vengo a darle el parte a Riquelme.
(incluido en El viento, Editorial Dunken, Buenos Aires, 2003)
EL PIBE
- No, oficial, nunca tuve nada contra él. Al contrario, siempre me resultó simpático. Además es un tipo que en todas partes cae bien. ¿Y entonces?, pregunta usted, y entonces...bueno, eso era justamente lo que me reventaba. Entiéndame, no es que yo hable por resentimiento. A mí me importa un carajo lo que los otros piensen de mí, como en definitiva tampoco le importa a él. Lo que me calentaba, lo que me calienta es que actúe como si realmente le importara.
Es cierto que cuando nos encontrábamos y salíamos por ahí, él puteaba como cualquiera de nosotros y era capaz de quedarse una noche entera chupando vino y jodiendo. Eso era lo que me gustaba de él, que siendo tan estudiante universitario, tan hijo de doctor, tan pulcro y bien vestido siempre, se sentara con nosotros en un boliche rasca y jodiese a las minas que pasaban, como el Tito que es un reo.
Porque eso sí. El Pibe, así le decimos todos, es un capo. A veces el flaco José María, que lo conoce de antes, le decía che Pibe, el otro día empecé a leer un libro de Sartre y no cacé una, por qué no me explicás algo. Y el Pibe empezaba a explicar y se estaba horas hablando. Claro, al final casi siempre ninguno entendía nada, pero era un gusto escucharlo. Ni siquiera el Tito, con lo bestia que es, se animaba a abrir la boca, salvo para mandarse un cacho de pizza. Pero lo lindo era cuando se nos juntaba Castro, que es vendedor de libros. Enseguida se prendían, el Pibe y él y empezaban a hablar de filosofía o de literatura o de política. Decían algunas cosas que yo no entendía, pero otras sí, pasa que usted me ve con esta facha y piensa que soy un rata, pero yo también soy universitario. Claro que nunca pasé de primer año...
La pinta esta la tengo porque vivo solo y siempre ando sin guita. Hace años que vivo solo. Mis viejos no me perdonan que un día, con el pretexto de venir a estudiar, me tomara el raje y no apareciera más. Estaba podrido del pueblo, de los bailes los sábados a la noche en la confitería de frente a la plaza...Y me vine, sí. Hice de todo en todas partes. Agarré corretajes, vendí rifas, hacía toda clase de changas. En los veranos laburaba de carpero en Pinamar. No hace mucho, el invierno pasado, entré a trabajar en una editorial. Yo ilustraba las tapas de los libros. Era un laburo piola y me gustaba, pero tuve que dejarlo porque mandé a la mierda al dueño cuando le reclamé el pago y me dijo que no tenía plata...
¿Por qué corno le estoy diciendo todo esto? Ah sí, por la pinta de rata. En cambio el Pibe...siempre con su traje, su corbata al tono...pero igual era macanudo. Le faltaba esquina, es cierto, y ésa era otra de las cosas que me gustaban de él, que de a ratos y sin que se diera cuenta, le salía el pibe que era y parecía un pollo mojado. Por eso nos hicimos amigos en la colimba. Cada uno quería aprender lo que el otro podía enseñarle.
Sí, ya sé que cada vez entiende menos lo que pasó, pero le digo todo esto para que comprenda que si ahora me está tomando declaración, no es por promover desórdenes en la vía pública sino porque soy amigo de verdad del Pibe. ¿Que no por eso tenía derecho, dice? Al contrario, precisamente por eso.
Ya le dije que lo que no terminaba de gustarme del Pibe era que siempre cayera bien. Porque en ese caso podían pasar dos cosas: o que fuera un boludo que no pensaba en nada y por eso se acomodaba a todos; o que fuera un turro que le daba bola a todos y en realidad a ninguno. ¿Entiende? Ahí estaba lo jodido del Pibe, en andar siempre escurriendo el bulto y no mostrar el juego. Cada vez que uno de nosotros tenía algún problema, una pelotera con los viejos o con la novia, el Pibe escuchaba todo lo que uno decía y después explicaba "eso pasó porque..." ¿Se da cuenta?, siempre jugaba de afuera. Hasta llegar a lo de anoche.
Estábamos en el bar frente a la estación el Tito, el Flaco José María, yo y el Pibe. El flaco estaba contando el despelote que se había armado entre los estudiantes y la policía cuando la cana quiso deshacer la asamblea que se estaba haciendo en los jardines de la Universidad. Ya sabe lo que pasó. Ahí nomás empezaron los gritos y las pedradas por un lado y los gases y los machetazos por el otro. Conclusión, decía el flaco, agarraron a varios estudiantes y ahora los tienen demorados. Yo estaba calentito con ese asunto, porque entre los demorados estaba Rivera, de quien había sido compañero, y empecé a despotricar contra,,,bueno, empecé a despotricar.
El Pibe me escuchaba sonriendo. Entonces me encaré con él y le pregunté: - ¿Y Pibe, qué pensás de todo esto?
- ¿Qué es esto?
- Todo este quilombo, la huelga universitaria, la intervención de la policía, los estudiantes que encanutaron...
- Ésos fueron unos boludos por haberse dejado agarrar.
- ¿Y qué querías que hicieran?
- Que dispararan. Cuando el adversario es más fuerte, el enfrentamiento no tiene sentido. En ese caso, lo conveniente es replegarse y planear una estrategia a largo plazo.
Ahí ya no aguanté más: - Lo que pasa -le grité al Pibe-, es que vos sos tan hijo de puta como los otros. No sos capaz de dar la cara y dejarte agarrar porque lo único que te interesa es pasarla bien y que no te jodan. ¡Sos un maricón!
Y entonces ¡quién lo hubiera dicho!, el Pibe se me vino al humo y ahí nomás nos agarramos. Los dos estábamos cabreros y nos fajamos de lo lindo, hasta que nos trajeron acá. Es cierto que el Pibe terminó con la nariz rota y yo con un ojo en compota, pero va a ver, ahora cuando le tome declaración, él también le va a decir que nos trompeamos porque somos amigos...
Es cierto que cuando nos encontrábamos y salíamos por ahí, él puteaba como cualquiera de nosotros y era capaz de quedarse una noche entera chupando vino y jodiendo. Eso era lo que me gustaba de él, que siendo tan estudiante universitario, tan hijo de doctor, tan pulcro y bien vestido siempre, se sentara con nosotros en un boliche rasca y jodiese a las minas que pasaban, como el Tito que es un reo.
Porque eso sí. El Pibe, así le decimos todos, es un capo. A veces el flaco José María, que lo conoce de antes, le decía che Pibe, el otro día empecé a leer un libro de Sartre y no cacé una, por qué no me explicás algo. Y el Pibe empezaba a explicar y se estaba horas hablando. Claro, al final casi siempre ninguno entendía nada, pero era un gusto escucharlo. Ni siquiera el Tito, con lo bestia que es, se animaba a abrir la boca, salvo para mandarse un cacho de pizza. Pero lo lindo era cuando se nos juntaba Castro, que es vendedor de libros. Enseguida se prendían, el Pibe y él y empezaban a hablar de filosofía o de literatura o de política. Decían algunas cosas que yo no entendía, pero otras sí, pasa que usted me ve con esta facha y piensa que soy un rata, pero yo también soy universitario. Claro que nunca pasé de primer año...
La pinta esta la tengo porque vivo solo y siempre ando sin guita. Hace años que vivo solo. Mis viejos no me perdonan que un día, con el pretexto de venir a estudiar, me tomara el raje y no apareciera más. Estaba podrido del pueblo, de los bailes los sábados a la noche en la confitería de frente a la plaza...Y me vine, sí. Hice de todo en todas partes. Agarré corretajes, vendí rifas, hacía toda clase de changas. En los veranos laburaba de carpero en Pinamar. No hace mucho, el invierno pasado, entré a trabajar en una editorial. Yo ilustraba las tapas de los libros. Era un laburo piola y me gustaba, pero tuve que dejarlo porque mandé a la mierda al dueño cuando le reclamé el pago y me dijo que no tenía plata...
¿Por qué corno le estoy diciendo todo esto? Ah sí, por la pinta de rata. En cambio el Pibe...siempre con su traje, su corbata al tono...pero igual era macanudo. Le faltaba esquina, es cierto, y ésa era otra de las cosas que me gustaban de él, que de a ratos y sin que se diera cuenta, le salía el pibe que era y parecía un pollo mojado. Por eso nos hicimos amigos en la colimba. Cada uno quería aprender lo que el otro podía enseñarle.
Sí, ya sé que cada vez entiende menos lo que pasó, pero le digo todo esto para que comprenda que si ahora me está tomando declaración, no es por promover desórdenes en la vía pública sino porque soy amigo de verdad del Pibe. ¿Que no por eso tenía derecho, dice? Al contrario, precisamente por eso.
Ya le dije que lo que no terminaba de gustarme del Pibe era que siempre cayera bien. Porque en ese caso podían pasar dos cosas: o que fuera un boludo que no pensaba en nada y por eso se acomodaba a todos; o que fuera un turro que le daba bola a todos y en realidad a ninguno. ¿Entiende? Ahí estaba lo jodido del Pibe, en andar siempre escurriendo el bulto y no mostrar el juego. Cada vez que uno de nosotros tenía algún problema, una pelotera con los viejos o con la novia, el Pibe escuchaba todo lo que uno decía y después explicaba "eso pasó porque..." ¿Se da cuenta?, siempre jugaba de afuera. Hasta llegar a lo de anoche.
Estábamos en el bar frente a la estación el Tito, el Flaco José María, yo y el Pibe. El flaco estaba contando el despelote que se había armado entre los estudiantes y la policía cuando la cana quiso deshacer la asamblea que se estaba haciendo en los jardines de la Universidad. Ya sabe lo que pasó. Ahí nomás empezaron los gritos y las pedradas por un lado y los gases y los machetazos por el otro. Conclusión, decía el flaco, agarraron a varios estudiantes y ahora los tienen demorados. Yo estaba calentito con ese asunto, porque entre los demorados estaba Rivera, de quien había sido compañero, y empecé a despotricar contra,,,bueno, empecé a despotricar.
El Pibe me escuchaba sonriendo. Entonces me encaré con él y le pregunté: - ¿Y Pibe, qué pensás de todo esto?
- ¿Qué es esto?
- Todo este quilombo, la huelga universitaria, la intervención de la policía, los estudiantes que encanutaron...
- Ésos fueron unos boludos por haberse dejado agarrar.
- ¿Y qué querías que hicieran?
- Que dispararan. Cuando el adversario es más fuerte, el enfrentamiento no tiene sentido. En ese caso, lo conveniente es replegarse y planear una estrategia a largo plazo.
Ahí ya no aguanté más: - Lo que pasa -le grité al Pibe-, es que vos sos tan hijo de puta como los otros. No sos capaz de dar la cara y dejarte agarrar porque lo único que te interesa es pasarla bien y que no te jodan. ¡Sos un maricón!
Y entonces ¡quién lo hubiera dicho!, el Pibe se me vino al humo y ahí nomás nos agarramos. Los dos estábamos cabreros y nos fajamos de lo lindo, hasta que nos trajeron acá. Es cierto que el Pibe terminó con la nariz rota y yo con un ojo en compota, pero va a ver, ahora cuando le tome declaración, él también le va a decir que nos trompeamos porque somos amigos...
lunes, 17 de septiembre de 2012
VIAJE INFINITO
Julio Cortázar
la mano que te busca en la penumbra
se detiene en la tibia encrucijada
donde musgo y coral velan la entrada
y un río de luciérnagas alumbra.
para el que con tu incendio se ilumina,
cósmico caracol de azul sonoro,
blanco que vibra un címbalo de oro,
último trecho de la jabalina,
sí, portulano, fuego de esmeralda,
sirte y fanal en una misma empresa
cuando la boca navegante besa
la poza más profunda de tu espalda,
suave canibalismo que devora
su presa que lo danza hacia el abismo,
oh laberinto exacto de sí mismo
donde el pavor de la delicia mora,
agua para la sed del que te viaja
mientras la luz que junto al lecho vela
baja a tus muslos su húmeda gacela
y al fin la estremecida flor desgaja.
la mano que te busca en la penumbra
se detiene en la tibia encrucijada
donde musgo y coral velan la entrada
y un río de luciérnagas alumbra.
para el que con tu incendio se ilumina,
cósmico caracol de azul sonoro,
blanco que vibra un címbalo de oro,
último trecho de la jabalina,
sí, portulano, fuego de esmeralda,
sirte y fanal en una misma empresa
cuando la boca navegante besa
la poza más profunda de tu espalda,
suave canibalismo que devora
su presa que lo danza hacia el abismo,
oh laberinto exacto de sí mismo
donde el pavor de la delicia mora,
agua para la sed del que te viaja
mientras la luz que junto al lecho vela
baja a tus muslos su húmeda gacela
y al fin la estremecida flor desgaja.
domingo, 9 de septiembre de 2012
Este poema fue escrito cuando nació mi hijo, en una época sombría.
Quiero mil soles para tu pelo rubio
porque llegaste en un octubre cálido.
Quiero amor y risa y vida franca
para tus días que se estiran lentos
y me alargo hasta el fondo de tus ojos
donde el mundo es todavía una esperanza.
Pero hay tanta niebla y tanta noche
tanta muerte tanto grito tanto odio
tantos pájaros marchitos
tantos soles que se alunan
que tengo miedo de no encontrar
la llave de la rosa.
Y te prometo luchar para que así sea
el pan de todos
el trabajo una alegría entera
la palabra sin mordazas
el hombre sin cadenas
mientras tanto
perdón, hijo
por este mundo tan sombrío
donde todos vivimos de prestado.
Quiero mil soles para tu pelo rubio
porque llegaste en un octubre cálido.
Quiero amor y risa y vida franca
para tus días que se estiran lentos
y me alargo hasta el fondo de tus ojos
donde el mundo es todavía una esperanza.
Pero hay tanta niebla y tanta noche
tanta muerte tanto grito tanto odio
tantos pájaros marchitos
tantos soles que se alunan
que tengo miedo de no encontrar
la llave de la rosa.
Y te prometo luchar para que así sea
el pan de todos
el trabajo una alegría entera
la palabra sin mordazas
el hombre sin cadenas
mientras tanto
perdón, hijo
por este mundo tan sombrío
donde todos vivimos de prestado.
jueves, 6 de septiembre de 2012
SONETO A LA PALOMA QUE MATE DE NIÑO
Roberto Themis Speroni
(1922/1967- La Plata, City Bell)
Todavía conservo entre las manos
el pequeño temblor de tu agonía,
y tu cuerpo de luz, donde cabía
la forma de los aires provincianos.
Herido ante un aliento de manzanas
cayó tu corazón, y el mediodía
se quebró en tu garganta y en la mía
con dolores opuestos y lejanos.
Deje tu muerte azul bajo el ciruelo.
El verano cruzaba por el cielo,
jinete de un delgado escalofrío.
La infancia se me fue con el asombro;
por eso, cuando entre pájaros te nombro
tu corazón regresa con el mío.
jueves, 30 de agosto de 2012
TENGO MIEDO A PERDER LA MARAVILLA
Federico García Lorca
Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas: y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,
no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.
Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas: y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,
no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.
lunes, 23 de julio de 2012
AUSENTE SIN AVISO
El reloj sonó a las seis y treinta,como todos los días de los últimos treinta años. Como todos los días estiró la mano para apagarlo. Se levantó y fue al baño. El agua fría lo despabiló apenas, no conseguía despertarse. El espejo le devolvió una figura borrosa, como una fotografía fuera de foco. Se sentía cansado, sin fuerzas.Decidió que hoy no iría a trabajar,al fin y al cabo nunca había faltado un solo día, bien se merecía un descanso. Desconectó el teléfono, no tenía celular, la tecnología le era prácticamente desconocida, de modo que nadie podría molestarlo. Imaginó la sorpresa de todos cuando lo registraran ausente sin aviso y se estiró con placer entre las sábanas. Por primera vez estaba solo consigo mismo. Y en ese límite entre el sueño y la vigilia, los recuerdos comenzaron a rondarlo, algunos casi ajenos de tan antiguos. Se vio niño otra vez, solo en el patio de la casa, decidido a encontrar de una vez por todas el tesoro abandonado por el pirata Morgan, oyó la voz de su madre diciéndole tené cuidado, no te alejes mucho, se vio caminando hacia el río, perderse en el matorral lleno de bichos, los recuerdos son cada vez más claros, estoy viendo la víbora frente a mí, yo sin moverme como ahora pero entonces con miedo, la víbora que salta y después no sé qué pasó, mamá lloraba, todos repetían pobrecito y la víbora muerta en el suelo pero mirándome, o me parecía, todavía me parece pero en esta oscuridad no puedo ver, hice bien en no ir a trabajar, estoy tan cansado y tengo tanto sueño.
Al día siguiente me encontraron muerto. Un infarto, dijeron. Nadie reparó en esos dos puntos rojos en el pecho, a la altura del corazón.
viernes, 13 de julio de 2012
LA ESPERA
¿Ya habrá amanecido? o quizás hace rato que es de día, difícil saberlo en esta oscuridad que me rodea, si alguien corriera las cortinas ni siquiera tendría que alzar la cabeza, los rayos del sol darían de lleno en este rincón, pero estoy solo y sin poder moverme, si viniera la enfermera a darme vuelta, quisiera cambiar de posición, no estar siempre de espaldas, rígido, pero tengo la columna fracturada dijeron los médicos, no recuerdo bien qué pasó, sólo visiones borrosas del camión detenido sobre la ruta en medio de la noche y yo sin tiempo para maniobrar, si se recupera quién sabe si podrá volver a caminar decían los médicos, yo los oía como en sueños, apenas si sentía las agujas y las cánulas en mi cuerpo, después me acostumbré, mi cuerpo se acostumbró porque yo no siento nada, sólo más frío cada vez, qué raro, las frazadas pesan tanto, debo estar muy débil, escucho pasos que se acercan, por fin, es la enfermera que me viene a dar vuelta, le voy a pedir que abra la ventana, pero no me escucha y los empleados de la funeraria se llevan el ataúd.
DESENCUENTRO
- ¿Cómo estás?
La pregunta, de tan estúpida, sonó mal intencionada. Bastaba verte para darse cuenta.
Tu respuesta fue una obra maestra de ironía.
- Salvo por el animal que me está comiendo por dentro, todo bien.
No quise burlarme, pensé, y vos no quisiste herirme, pero ya era tarde para explicaciones. Siempre fue tarde entre nosotros.
- ¿Cuánto hace que estás acá?
- Hace poco, diez o quince minutos -dije-.
Mentira. Estuve más de una hora dando vueltas, sin saber qué hacer, qué decir después de más de veinte años de no saber nada uno del otro. Ni siquiera sé si tenía ganas de verte. Me decidí cuando la enfermera me dijo que nadie había preguntado por vos.
- Se va a alegrar cuando lo vea, ahora no se va a dar cuenta, todavía le dura la anestesia.
- No te diste cuenta. Estabas dormido. Por la anestesia.
-Morfina -dijiste-. Lo único que me calma.
Y nos quedamos en silencio. En eso siempre estuvimos de acuerdo.
- ¿Y la vieja? -preguntaste al rato.
- Qué pasa con la vieja...
- Qué va a hacer?
- Yo me hago cargo de ella. No te preocupes.
Otra estupidez. Como si algo pudiera preocuparte ahora.
No hiciste ningún comentario. No hacía falta. Lo sabía de memoria: siempre el mismo boludo. En cambio dijiste:
- Va a estar bien con vos, digo, la vieja. Ustedes siempre se llevaron bien. Claro, el menor, el mimado...
Sólo me llevabas un año. Por qué siempre parecieron tantos. Y eras igual a mamá. Por eso nunca se entendieron. Una roca, los dos. Los hombres de la casa. El viejo siempre lo tuvo en claro. Cuando lo enterramos, fui el único que lloró.
- Anoche soñé con él...
- ¿Con quién? -pregunté.
-Con el viejo. Estaba aparado al pie de la cama y me miraba, nada más me miraba. Como si me reprochara algo.
-¿Qué?
No contestaste. Para qué. Los dos conocíamos la respuesta.
Otra vez hubo un silencio, que tenía el peso de los años.
- Silvia te manda saludos -dije, por decir algo.
- Silvia, tu mujer...buena mina. Tuviste suerte.
- ¿Yo tuve suerte? -Cómo te envidiaba cuando salías con la moto y esa sonrisa ganadora. Voy de caza, decías. Y siempre cazabas. -Eras vos el que tenía todas las minas.
- Pero ninguna le gustó a la vieja.
- No culpes a mamá. Silvia me gustó de entrada. Cuando la llevaste a casa, la vieja pidió mi opinión, como siempre. La convencí de que no era mujer para vos.
Me miraste. Por primera vez nos miramos hasta el fondo. Sin embargo no hubo rencor en tus palabras. Tampoco sorpresa. De alguna manera, vos ya sabías.
- Por eso te fuiste.
- Ya me había ido mucho antes. Silvia sólo fue la excusa.
Silvia fue la excusa para vengarme de tu fuerza. Cómo te envidiaba. Cómo te admiraba. Quise decírtelo, quise pedirte perdón. Pero me ganaste mano:
- Seguís siendo el maricón de siempre. Andate.
Una mueca te desfiguró la cara. Los ojos te brillaban. Tal vez era el animal furioso que volvía a devorarte las entrañas.
miércoles, 11 de julio de 2012
MAMBRU SE FUE A LA GUERRA
No sabían qué hora era, las tres, las cuatro tal vez. De cualquier manera había luna, gris y lisa como una moneda gastada, y ellos caminaban silenciosos, uno detrás de otro, una larga hilera fatigada a cada lado del camino.
Tenían que llegar al río antes de que saliera el sol, sino los otros los verían llegar y harían blanco fácilmente. Por eso caminaban, sin importarles que esa lluvia finita les agujereara el capote y se metiera dentro de ellos. Era bueno sentirla, algo fresco sobre ese largo cansancio de sus cuerpos. Entonces, ni siquiera pesaba la mochila y la bayoneta, al extremo del fusil, era una inmensa uña que brillaba húmeda.
¿Desde cuándo venían marchando? ¿Ayer, ayer a mediodía...o anteayer?
Se confundía un poco por la lluvia y por ese rato que habían parado a descansar. Los que quieran pueden dormir, había dicho el teniente, y todos se habían tirado en cualquier parte, en la cuneta, sobre el camino. Ellos, es decir él, Jorge,Federico y alguien más, Oscar tal vez o Adolfo, habían hecho un círculo, las piernas entrelazadas y los brazos debajo del cuerpo, prendidos como putas había dicho alguien, pero así se sentía menos el frío aunque seguía lloviendo.
Y después volver a caminar, siempre hacia adelante, hacia el río, donde iba a ser el encuentro. Los otros también marchaban hacia allí y había que llegar antes, para tomar posición. Sería fácil reconocerlos, por el brazalete.
Cuando salieron les habían entregado a cada uno esa cinta azul que llevaban atada al casco.Los otros también la llevan, les habían dicho, pero de color rojo. Ellos eran azules y todos los oficiales que iban con ellos. Los demás eran rojos. Y el capitán ¿sería azul o rojo? Quién sabe...Dirigía las operaciones desde su tienda de campaña, pero no marchaba con ellos. Nogueira sí. Con la mochila y el fusil, igual que ellos. Y eso que los del camión le habían dicho le llevamos el equipo mi teniente, pero no había aceptado. Le gustaba andar en esto y no parecía cansado. Buen tipo Nogueira. Milico de alma pero buen tipo.
Lástima el camión. Al principio los había acompañado, un poco más adelante que ellos, y era bueno sentir ese ronquido apagado. Hasta que al llegar a ese recodo se les había adelantado definitivamente, llevándose el ronquido. Recién lo encontrarían en el río y tomarían el rancho después del combate.
¿Faltaría mucho? Claro que ahora iba a ser más jodido, porque estaba amaneciendo y dentro de poco empezarían los aviones. Y entonces había que estar atento, en cuanto oyeran el zumbido tirarse al suelo y empezar a rodar, con la mochila puesta, sin soltar el fusil. Y después seguir arrastrándose y así llegar al río. No como el boludo de Alejandro, que en cuanto oyó los aviones, en lugar de tirarse al suelo empezó a correr hacia adelante, hacia el campo enemigo y los otros lo habían agarrado. Y eso que Nogueira lo había dicho bien clarito antes de salir, que no habría rescate de los prisioneros.
¿Qué le harían a Alejandro? Pero eso ya no importa. Ya no está con ellos y hasta pensar cansa. La imagen de Alejandro, cruzando el campo con una bayoneta enemiga a sus espaldas, pesa sobre ellos como una mochila invisible. Y ya tienen bastante con la otra. Ahora es inútil todo lo que no sea caminar, con los oídos atentos a cada vibración del aire y el cuerpo presto para avanzar en oficio de serpientes.
¿Cuándo llegarían al río? Cuando eso empezara, terminaría el cansancio y no habría más que unos dedos curvados sobre el gatillo y un humo caliente en la boca del cañón. El silencio es ahora más denso porque el sol va trepando sobre los árboles y entonces Nogueira da la orden. El río es apenas un charco de agua sucia y el barro tibio les deja en la cara un olor animal. Algunos han empezado a cortar ramas y hay que cubrirse con ellas, para que no puedan distinguirlos desde la otra orilla, donde otras caras embarradas están al acecho.
-Sin tregua -grita Nogueira.
-Sin tregua -contestan del otro lado, y los proyectiles vibran en el aire y cuando pasan cerca de ellos son como un fuego pulverizado que los rozara. No hay tiempo para fijarse quién está al lado, sólo mirar hacia delante y disparar y sentir cómo la culata les arranca el hombro con cada disparo y sin embargo seguir, porque los otros también siguen y para eso están allí y sin tregua. Entonces los aviones, un zumbido sobre sus cabezas y algo que estalla sobre sus espaldas y se desliza a lo largo del cuerpo, tan liviano. Eso ya no puede durar mucho, todos han sido alcanzados y sienten que todo se termina cuando alguien, allá al extremo ¿el capitán?, agita una bandera blanca.
Nogueira sonríe satisfecho.
-El simulacro de combate fue perfecto -dice-, y entonces nos ponemos de pie, cubiertos de barro y hojas, extrañamente blancos bajo el sol, mientras los aviones arrojan sobre nosotros la última carga de harina.
viernes, 22 de junio de 2012
LO QUE ME CONTO MI ABUELA
Al principio ninguno lo tuvo en cuenta, aunque era imposible no verlo, ese resplandor de acero en medio de la noche, como una botella desgarrada de luna. Alguien quiso acercarse, pero después de saltar el pozo había que cruzar el bosque y quién sabe qué encontrarían, porque nadie lo había hecho antes y al fin y al cabo estaban lejos de la ciudad, para qué darle tanta importancia. Si el menos atacaran, si al menos alguno hubiera muerto, todos tendrían su víctima. Pero no. Apenas un rugido, largo y cálido como una siesta de verano.
Pronto fueron muchos más.
Silenciosamente, uno tras otro, descendían de los trenes, se deslizaban por los pasamanos de las escaleras, brotaban de las azotas, de los desagües, del bolsillo del chaleco, de los cosméticos y lápices de labios, del vientre de las embarazadas, de la sonrisa de algún niño. Recién entonces se sintieron en peligro y pensaron en organizar la defensa. Lo primero que hicieron fue reunirse asamblea. El presidente quería que se protegiera la residencia porque ante todo la ley, pero los generales afirmaron que frente a circunstancias extraordinarias sólo las armas, y el obispo lanzó anatemas desde su púlpito, y los intelectuales clamaron por el espíritu, y los sindicatos decretaron huelga general, y los ministros acusaron a los extremistas y los extremistas empezaron a fabricar bombas en serie para los ministros y las fuerzas del orden, y mientras tanto los rugidos eran ya el paisaje cotidiano donde todos se reconocían.
Poco a poco fueron olvidando que antes no había tigres y ahora los miraban sin sorpresa cuando caminaban por las calles o trepaban a los árboles del parque. Era hermoso verlos, duros y fuertes y salvajes, ese fulgor acerado en los ojos, esa espléndida crueldad de terciopelo. Pronto empezaron a poblar los sueños de los hombres, a deslizarse suavemente en sus noches, vestidos de amor o pesadilla. Entraban sin ruido en los cuartos, trepaban sobre los lechos todavía calientes del deseo y desgarraban brutales las carnes ya saciadas y el juego recomenzaba, hasta matar o morir. Otras veces lucían entorchados y desenvainaban espadas y la sangre corría y cada uno se alegraba de que no fuera la suya. O lucían corbatas de diseño exclusivo y se instalaban sonrientes detrás de un escritorio, o se asomaban a las pantallas de televisión y aconsejaban a los hombres y los hombres ya no se asombraban, porque los tigres estaban ahí, al lado de ellos y cualquiera podía reconocerlos.
Después fue cada vez más difícil. Aparecían y desaparecían intercambiando pieles y garras, rugidos y sonrisas, y los hombres comprendie4ron que sólo podrían escapar del desorden si terminaban con ellos. Primero uno, luego otro y otro y otro más, y cuando acabaron con el último tigre y quisieron descansar, sintieron que era muy agradable tener una piel rayada y unas garras recién nacidas.
viernes, 15 de junio de 2012
ABIERTO TODA LA NOCHE
...algo que nunca había sabido bien qué era. batir de alas, rumor de voces, vibraciones que venían de no importa dónde, y entonces escribir había sido tan fácil como encender un cigarrillo y dejar que se fumara hasta el pucho. En cambio ahora, cada frase era una interminable disquisición: si la coma o el punto, y mientras tanto eso se estaba yendo; si el adjetivo o el adverbio, y ya se fue y otra vez vacío, mudo, derrotado.
Se despertó bruscamente. Encendió la luz y sentado sobre la cama, a medias despierto, comenzó a escribir sin vacilar:
Se despertó bruscamente. Encendió la luz y sentado sobre la cama, a medias despierto, comenzó a escribir sin vacilar:
-Había fiesta esa noche en la casa. Las luces desafiaban el miedo en los rincones y lo hacían huir, desnudo e inútil. Pero allí, en mi habitación del piso alto, solo, las risas y la charla eran apenas un murmullo, un eco apagado e inquietante. De pronto abajo alguien grita me han robado y yo busco una salida, porque sé que van a acusarme. Es preferible intentar huir antes que esperar pasivamente que me atrapen. Corro hacia la ventana. Ya siento a mis espaldas, sobre la escalera, los primeros pasos que vienen en mi búsqueda. Abro la ventana. Abajo hay alguien esperándome. Salto. El golpe no es muy fuerte. Me pongo de pie y empiezo a correr, sintiendo detrás de mí los gritos de mis perseguidores. Pero no sólo gritos. Con espanto, escucho unos ladridos, cada vez más cercanos, que se adelantan y me rodean y trepan sobre mí. Rodamos juntos sobre el suelo, los perros y yo. Sin saber cómo me desprendo de ellos y me interno en un pajonal. Estoy casi a salvo. Oculto entre los pastos continúo mi huida, arrastrándome sobre los codos, desgarrándome con los abrojos. A lo lejos diviso un muro. Los perros están nuevamente detrás de mí, el muro está cada vez más próximo, ya casi lo toco. Me pongo de pie de un salto y me lanzo sobre él. Mis manos resbalan una y otra vez sobre esa superficie sin encontrar apoyo. Mis uñas sangran, los ladridos son ahora más fuertes, el muro es cada vez más liso. En un último esfuerzo mis manos rozan el borde, lo aferran y me llevan hacia arriba, mientras siento alejarse ese aliento cálido que me rodeaba los tobillos. Miro al otro lado. Un césped suave ¡tiene que ser suave! abajo. Cierro los ojos y me dejo caer. Ruedo sobre el césped, lo acaricio, río con una risa verde y feliz. Abro los ojos y río otra vez. El muro es apenas una pared de pocos metros, sin nada a los costados. Sólo unas delgadas rejas a través de las cuales pueden pasar los perros. Y todavía río en el momento de sentir su caricia cálida y filosa alrededor de mi cuello.
Miró el reloj. Ya pronto amanecería. Se vistió y salió a caminar. Anduvo sin rumbo fijo hasta que al dar vuelta la esquina se topó con el cartel: Libros de ocasión, abierto toda la noche. Entró y se dirigió hacia la mesa central. Examinó los volúmenes sin mayor interés, muchas veces sin terminar de leer los títulos. Uno en particular le llamó la atención: Cuentos sin escribir. Lo tomó, lo abrió al azar y comenzó a leer:
- Había fiesta esa noche en la casa. Las luces desafiaban el miedo en los rincones y lo hacían huir, desnudo e inútil...
sábado, 5 de mayo de 2012
Nadie supo el campanario de tu risa
Nadie supo el campanario de tu risa
ni la huellla exacta de tu pie sin sombra.
Apenas terciopelo hecho capullo
tus cuatro lunas creciendo hacia lo alto.
Cuatro sueños
cuatro llantos
cuantro nadas.
Qué dolor tu muerte en escarpines
la embozada siniestra mercenaria
y tanto pan que no probó tu diente
y tanto vientre crecido para nada.
Porque el odio no sabe de ternura
y el amor es apenas un descarte
porque pensar está prohibido
y hay tantos muertos sangrando por el alba
sobre un prado de cipreses
hoy columpias tu inocencia ensangrentada.
Pienso en tu padre y en mi hijo
en un furioso clamor de genitales
en tus ojos
golondrinas para siempre sin verano
en tu sangre
que es de todos
en tu nombre
Pablo Gustavo
que ya es patria.
Esto fue escrito hace mucho tiempo, "el tiempo del desprecio" diría Malraux, cuando un atentado se robó la vida del Pablo Gustavo Laguzzi, de apenas 4 meses, hijo del entonces
rector de la UBA, Raúl Laguzzi, ya fallecido.
ni la huellla exacta de tu pie sin sombra.
Apenas terciopelo hecho capullo
tus cuatro lunas creciendo hacia lo alto.
Cuatro sueños
cuatro llantos
cuantro nadas.
Qué dolor tu muerte en escarpines
la embozada siniestra mercenaria
y tanto pan que no probó tu diente
y tanto vientre crecido para nada.
Porque el odio no sabe de ternura
y el amor es apenas un descarte
porque pensar está prohibido
y hay tantos muertos sangrando por el alba
sobre un prado de cipreses
hoy columpias tu inocencia ensangrentada.
Pienso en tu padre y en mi hijo
en un furioso clamor de genitales
en tus ojos
golondrinas para siempre sin verano
en tu sangre
que es de todos
en tu nombre
Pablo Gustavo
que ya es patria.
Esto fue escrito hace mucho tiempo, "el tiempo del desprecio" diría Malraux, cuando un atentado se robó la vida del Pablo Gustavo Laguzzi, de apenas 4 meses, hijo del entonces
rector de la UBA, Raúl Laguzzi, ya fallecido.
jueves, 12 de abril de 2012
la sangre viene del sur
la sangre viene del sur
como un río de amapolas descompuestas
cabalgando sobre vientos de metralla
la sangre viene del sur
buscando vida para tanta muerte
buscando cauce para tanta rabia
¡qué rojos contra el cielos están los trigos!
¡qué frío desde entonces en la patria!
pariste sangre aquella noche
patria madre
pariste sangre y dolor y una esperanza
porque eran dieciseis y eran jóvenes
y amaban a una niña amordazada
porque quisieron morirlos de silencio
y ahora renacen en campanas
mario, humberto adrián, carlos alberto,
alejandro, maría angélica, susana
alfredo, educardo, clarisa,
humberto segundo, miguel ángel, otro carlos
josé, ana maría, rubén pedro y mariano
son los nombres de mi tierra asesinada
cuántas balas, cuántas balas, cuántas balas
cuánto miedo tuvieron las espadas
cómo duele el amor hecho pedazos
y el coraje de patria no violada
y tantos hijos que quedaron el el vientre
y la fe de vivir para mañana
pariste sangre
patria madre
pariste dolor y una esperanza
porque quisieron olvidarlos del recuerdo
y ahora son todos llama.
Agosto 1972
como un río de amapolas descompuestas
cabalgando sobre vientos de metralla
la sangre viene del sur
buscando vida para tanta muerte
buscando cauce para tanta rabia
¡qué rojos contra el cielos están los trigos!
¡qué frío desde entonces en la patria!
pariste sangre aquella noche
patria madre
pariste sangre y dolor y una esperanza
porque eran dieciseis y eran jóvenes
y amaban a una niña amordazada
porque quisieron morirlos de silencio
y ahora renacen en campanas
mario, humberto adrián, carlos alberto,
alejandro, maría angélica, susana
alfredo, educardo, clarisa,
humberto segundo, miguel ángel, otro carlos
josé, ana maría, rubén pedro y mariano
son los nombres de mi tierra asesinada
cuántas balas, cuántas balas, cuántas balas
cuánto miedo tuvieron las espadas
cómo duele el amor hecho pedazos
y el coraje de patria no violada
y tantos hijos que quedaron el el vientre
y la fe de vivir para mañana
pariste sangre
patria madre
pariste dolor y una esperanza
porque quisieron olvidarlos del recuerdo
y ahora son todos llama.
Agosto 1972
miércoles, 4 de abril de 2012
UNA TRAGEDIA MODERNA
Se llamaba Elina y amaba el teatro. La conocí ya mayor (cuando se tienen veinte años los de cuarenta son ancianos, y ella hacía rato que había superado ese límite), pero conservaba un cuerpo esbelto, con todo en su lugar y, sobre todo, unas piernas causantes de más de un ratoneo.
En su juventud había sido actriz, no demasiado conocida según ella misma confesaba,lo que le había ocasionado la ruptura con la familia, una de las más tradicionales y conocidas de la ciudad. Esto y su falta de prejuicios en su modo de pensar y de vivir, la llevaban a hablar sin reparos de su variadas aventuras amorosas, pero eso antes del Negro, aclaraba, ahora sólo me dedico a él, se lo merece. El Negro era su segundo marido. Buen tipo, realmente. Yo lo conocía.
Aunque me duplicaba largamente la edad, nos habíamos hecho muy compinches. Uno de los motivos de atracción fue que tanto ella como yo estábamos de paso en el Ministerio. Ella había conseguido el puesto por recomendación de un amigo, para no morirme de hambre cuando sea vieja, decía. Para mí era una sinecura hasta que terminara la Facultad. En cierto modo, los dos éramos o nos sentíamos marginales, y compartíamos una visión burlona de la fauna que nos rodeaba. Yo, porque me creía el elegido. Ella, porque ya estaba de vuelta.
El otro motivo fue la común pasión por el teatro, mejor dicho, por lo teatral, por el juego, que nos hacía comportarnos como dos histriones, personajes de una farsa donde el amor era el tema y nosotros los protagonistas. Con toda intención, adoptábamos actitudes ambiguas que despistaban a los demás, y provocaban los más diversos comentarios, desde "nos están tomando el pelo" hasta "son dos degenerados", que nos hacían desternillar de risa. Sin hablar de la psicóloga del Departamento de Personal que hacía rato nos tenía en la mira.
Hasta que entró en escena Miguel, el tachero que en dos o tres oportunidades había llevado a Elina hasta su casa.
-La primera vez que tomé el taxi -contaba-, fue a la salida de un casamiento. Yo estaba hecha una diosa, maquillada y con un vestido abierto al costado. Él me relojeaba por el espejito, sin mucho disimulo y enseguida empezó a hacerme el verso. Nada lerdo el muchacho, aunque poco original. No creas que me disgustaba, al contrario. ¿Sabés lo que significa para una mina de mi edad que un tipo veintitantos años menor la quiera levantar?
Decidí darle calce.
-Ahorrame los detalles -la interrumpí ansioso, previendo lo que seguía. -¿Cómo termina la historia?
-Me pidió que me acostara con él.
-¿Y qué le contestaste? -la pregunta sonó indiferente. Sin embargo...
-Que sí.
... sin embargo estaba esperando que me dijera que no. Me sentí traicionado.
-¿Desde cuándo te preocupa la diferencia de edad? -preguntó-. Más de una vez me dijiste que te gustaría tener una experiencia con una mujer mayor.
Touché. A partir de ahora la farsa empezaba a desmoronarse. Me puse en guardia.
-Es que yo soy medio perverso -dije, intentando el sarcasmo, pero sólo resulté patético.
En su juventud había sido actriz, no demasiado conocida según ella misma confesaba,lo que le había ocasionado la ruptura con la familia, una de las más tradicionales y conocidas de la ciudad. Esto y su falta de prejuicios en su modo de pensar y de vivir, la llevaban a hablar sin reparos de su variadas aventuras amorosas, pero eso antes del Negro, aclaraba, ahora sólo me dedico a él, se lo merece. El Negro era su segundo marido. Buen tipo, realmente. Yo lo conocía.
Aunque me duplicaba largamente la edad, nos habíamos hecho muy compinches. Uno de los motivos de atracción fue que tanto ella como yo estábamos de paso en el Ministerio. Ella había conseguido el puesto por recomendación de un amigo, para no morirme de hambre cuando sea vieja, decía. Para mí era una sinecura hasta que terminara la Facultad. En cierto modo, los dos éramos o nos sentíamos marginales, y compartíamos una visión burlona de la fauna que nos rodeaba. Yo, porque me creía el elegido. Ella, porque ya estaba de vuelta.
El otro motivo fue la común pasión por el teatro, mejor dicho, por lo teatral, por el juego, que nos hacía comportarnos como dos histriones, personajes de una farsa donde el amor era el tema y nosotros los protagonistas. Con toda intención, adoptábamos actitudes ambiguas que despistaban a los demás, y provocaban los más diversos comentarios, desde "nos están tomando el pelo" hasta "son dos degenerados", que nos hacían desternillar de risa. Sin hablar de la psicóloga del Departamento de Personal que hacía rato nos tenía en la mira.
Hasta que entró en escena Miguel, el tachero que en dos o tres oportunidades había llevado a Elina hasta su casa.
-La primera vez que tomé el taxi -contaba-, fue a la salida de un casamiento. Yo estaba hecha una diosa, maquillada y con un vestido abierto al costado. Él me relojeaba por el espejito, sin mucho disimulo y enseguida empezó a hacerme el verso. Nada lerdo el muchacho, aunque poco original. No creas que me disgustaba, al contrario. ¿Sabés lo que significa para una mina de mi edad que un tipo veintitantos años menor la quiera levantar?
Decidí darle calce.
-Ahorrame los detalles -la interrumpí ansioso, previendo lo que seguía. -¿Cómo termina la historia?
-Me pidió que me acostara con él.
-¿Y qué le contestaste? -la pregunta sonó indiferente. Sin embargo...
-Que sí.
... sin embargo estaba esperando que me dijera que no. Me sentí traicionado.
-Dejate de joder, no seas loca. Es mucho menor que vos -dije, tratando, sin demasiado éxito, de dar a mis palabras un tono de reconvención.
Elina me miró sorprendida:-¿Desde cuándo te preocupa la diferencia de edad? -preguntó-. Más de una vez me dijiste que te gustaría tener una experiencia con una mujer mayor.
Touché. A partir de ahora la farsa empezaba a desmoronarse. Me puse en guardia.
-Es que yo soy medio perverso -dije, intentando el sarcasmo, pero sólo resulté patético.
Nunca voy a olvidar la mirada de Elina en ese momento. Y sus palabras que me des-nudaron por dentro:
-Estás celoso de Miguel.
Iba a responderle: -Para nada-, pero no lo hice. Los dos sabíamos que no me creería, que finalmente la farsa había quedado al descubierto. Pero sólo yo la había tomado en serio. Para ella siempre había sido un juego, y yo ni siquiera el juguete preferido.
Desde ese momento la odié.
A nadie pasó inadvertido el cambio en nuestra relación. Apenas la saludaba. Los primeros días ella intentó un acercamiento, pero terminó por replegarse tras un silencio expectante. Yo me mostraba agresivo, siempre suspicaz. La conciencia del engaño todavía me molestaba. Empecé a seguirla, disimuladamente. Así supe que todos los mediodías, al salir de la oficina, se encontraba con Miguel y se iban juntos en el taxi, rumbo ¿a dónde?, al placer, pensé con amargura. Un placer del que yo estaba excluido.
Sin embargo extrañaba nuestra antigua camaradería, las comunes confidencias. Hasta que un día la situación se me volvió insoportable y la invité a tomar un café. Tenemos que hablar, le dije, y hablamos, hablé toda la tarde. Le pedí disculpas, hay que saber perder, confesé,me alegro dijo ella, te estás volviendo adulto, y yo sonreí torcidamente. Después, como al pasar, le pregunté cómo iba la historia con Miguel. Nos encontramos en casa, dijo, todos los viernes, ese día el Negro se reúne con los amigos. Degenerada, pensé, meterle los cuernos al marido en la propia casa. Súbitamente sentí por él una solidaridad de macho engañado.
Nos despedimos con un beso, como antes.
La del viernes fue una mañana como todas en la oficina. Al salir, hice a Elina un gesto con el pulgar levantado mientras le guiñaba un ojo. Me sonrió, feliz.
A la tarde no fui a la Facultad, no hubiera podido concentrarme. Pensaba constantemente en Elina y Miguel. Pensaba, sobre todo, en la escena que se iba a desarrollar cuando la vieja puta viera entrar al marido, a quien un llamado telefónico anónimo había puesto sobre aviso.
domingo, 1 de abril de 2012
POR LA PATRIA
Hay algo en el
electrocardiograma que no está del todo bien, pero no es para preocuparse.
Cuídese de las emociones violentas, vigile la presión y venga a verme cada
tanto. Eso fue lo que dijo. Él sabrá, para eso es médico. Pero este dolor en el
pecho que me agarra, sobre todo a la noche. Cansancio, don Alberto, y las
preocupaciones, ya le dije; no tiene que hacerse mala sangre ni pensar demasiado,
total no va a arreglar nada. Ya sé que no voy a arreglar nada, a la Rosalía nadie
me la va a devolver, casi le digo, pero tenía razón. A usted la puedo visitar seguido
y hasta traerle unas flores, pero al Albertito, solo, allá tan lejos. Ni siquiera cuando se fue lo pudimos ver. ¿Se
acuerda de lo que decía en la carta? Voy a conocer el mar y a pelear por la
Patria. Fue entonces cuando empezó a
ponerse rara. Se pasaba los días tejiendo y tejiendo, sentada en el jardín,
mirando a lo lejos. Descanse un poco, mi vieja, le decía, ya son suficientes;
pero usted como si nada, no quiero que Albertito pase frío, y seguía tejiendo.
Sólo dejaba de hacerlo para mirar la foto. Qué lindo se veía con el uniforme,
con los otros conscriptos junto al buque. Cómo lloramos abrazados cuando lo
hundieron. Después guardó la lana, deshizo uno por uno los pulóveres, y dijo estoy
cansada, me voy a acostar. Y ya no se levantó. Se me fue tan rápido. Antes de
que terminara el otoño. Las plantas del jardín
tardaron más tiempo en secarse. Me dejaste solo, Rosalía. Y después el doctor me dice que no piense
demasiado...
Dejó la puerta
abierta, para que entrara el sol de primavera. Se sentó y puso sobre la mesa
las fotos de la esposa y el hijo. Las contempló en silencio largo rato. Con
vergonzosa ternura comenzó a acariciarlas suavemente. ¿Se acuerda, Rosalía,
cuando nos conocimos? La miré a los ojos y le dije, quién fuera noche para que
la iluminen esos luceros. Y usted a las carcajadas. Hasta en eso se le parecía el Albertito. Se
reía como comiéndose la vida.
No supo cuánto
tiempo estuvo así, hasta que una raya de sombra atravesó los retratos. Quizás
los ojos, vencidos por las lágrimas; o la luz que estaba menguando. Se levantó
y se dirigió hacia la puerta. De pie sobre el umbral, la figura de Albertito se
alargaba en una sombra delgada.
-Papá, estoy
de vuelta...
Don Alberto lo
miraba, incrédulo, temblando, el corazón latiéndole apresurado. Sólo entendió:
...- una balsa...otros heridos...el hospital...- pero no le importó seguir escuchando.
Sólo quería estrecharlo muy fuerte, y acariciarlo como cuando era chico. Abrió
los brazos. El hijo intentó sostenerlo, pero no pudo impedir que el cuerpo de
su padre lo arrastrara en su caída.
miércoles, 21 de marzo de 2012
HISTORIA DONDE HAY UN TREN
Llegó a la estación justo
cuando el tren se iba. Qué mala leche, se dijo, casi una hora hasta que pase el
siguiente; menos mal que es verano, concluyó estúpidamente, como si el calor
fuera un consuelo para una tarde llena de frustraciones.
Es
que las cosas habían salido mal desde el principio. Primero, el altercado con
el jefe en la oficina. Luego, la llamada imperiosa de Laura exigiendo verlo, él
prometiendo que iría pero no era seguro a qué hora, que lo esperara. Finalmente,
el tren que salió con atraso y llegó a destino bastante después de lo
previsto. Pero Laura no lo había esperado y tampoco lo había querido recibir cuando fue hasta su
casa.
Masticando
bronca emprendió el camino de regreso a la estación. Fue pateando escrupulosamente
las bolsas de basura que encontraba a su paso. Un perro solitario comenzó a
rondarlo, buscando compañía. Cuando lo tuvo a su alcance, levantó la pierna y
vio cómo el zapato se clavaba en las costillas del animal, que se alejó
aullando. Perro de mierda, murmuró, y siguió pateando al vacío, con ganas de
más.
Y
ahora este garrón, pensó al ver alejarse el tren.
Se
dejó caer sobre uno de los bancos de la sala de espera. Sobre el otro, un bulto
oscuro dormía su borrachera o su miseria. Afuera, un foco solitario desparramaba
su luz amarillenta sobre el andén desierto, cuyos extremos se perdían en la
sombra.
De
pronto, el silencio fue invadido por las risas de un grupo de muchachos que
atravesaron la sala a la carrera, rozándolo. Instintivamente se retrajo.
Cuidado con estas patotas, nunca se sabe. Los muchachos hablaban en voz alta,
casi a los gritos, y a través de la puerta entreabierta le llegaban frases sueltas, no sabés lo que
era esa mina, unas tetas así; fragmentos de conversación que permitían
reconstruir toda una saga de aventuras eróticas. Cada hazaña era celebrada con
carcajadas cómplices, que sonaban desafiantes en medio de la noche. Se sintió
un intruso, involuntario espectador de una ceremonia ajena.
Los
otros seguían hablando, despreocupados, pero él vio, le pareció ver que lo
señalaban con un movimiento de cabeza y hacían un comentario y sonreían. Creyó
reconocer, inconfundible, la voz ronca del negro Quiroga. Sintió un sobresalto.
¿Realmente era él? ¿Qué hacía allí? Había dejado el secundario a la mitad y
nunca supo más de él. Y ahora, de pronto...¿por qué se acordaba justo ahora de
las charlas en los pasillos o de las competencias en el baño cuando todos,
menos él, se la medían y el negro Quiroga le decía con una sonrisa aviesa, mirá
qué grande, no te gusta...?
Sintió que algo se removía
dentro de él, subiendo desde lo más hondo hasta agriarle la boca. Se levantó y
comenzó a caminar hacia el extremo del andén, alejándose del grupo. Se detuvo
para encender un cigarrillo. Entonces lo vio, apoyado contra una columna, en el
límite exacto donde moría la luz.
-
Hola-, dijo, emergiendo de entre las sombras.
Qué joven era, casi un adolescente, el pelo rubio cayendo en mechones
desparejos sobre la frente. Y qué vulnerable parecía, con los hombros caídos
bajo la camisa chillona, parecida a ésa que él había usado alguna vez. Sin
darle tiempo a responder, continuó: -También a vos te corrieron los otros...
Esos fanfarrones, siempre haciendo alarde-
y a través de sus palabras, él adivinó, reconoció, una historia de
exilio y humillación.
El
adolescente lo rondaba como un animalito solitario en busca de compañía. De
pronto pidió: -Me das fuego...- y cuando ahuecó las manos alrededor de la
llama, él sintió la caricia tímida sobre los dedos. Entonces comprendió. El
insulto le quemaba los labios pero no llegó a decirlo. Los ojos del adolescente
lo detuvieron, mendigos como sus palabras:
-
Querés ir a dar una vuelta...- La voz
sonaba humilde, pequeñita. Como la suya cuando Quiroga lo arrinconaba contra la
pared del baño y él pedía, no negro por favor. Pero Quiroga era duro y fuerte y
se reía, siempre se reía cuando lo obligaba a agacharse.
El
otro repetía anhelante: - Querés, vamos...- mientras lo aferraba de las muñecas.
Se apartó confundido, casi
asqueado, pero luego fue sintiendo cómo el rechazo se convertía, primero en una
turbia complacencia, y finalmente en una furia sorda que le endurecía la cara.
Se acomodó el pelo rubio que le caía en mechones desparejos sobre la frente y respondió: -Vamos.
Caminaron
a lo largo del paredón que bordeaba las vías, buscando ese recodo donde
comenzaba el baldío. Cuando se detuvieron, esperó que el otro tomara la
iniciativa. Lo dejó hacer, sin responder al abrazo. Después, arrinconándolo
contra la pared, lo obligó a agacharse.
La
patada dio en pleno rostro del adolescente. Luego vinieron muchas más, que lo
hicieron rodar por el suelo. Ni aun caído dejó de golpearlo, clavándole el
zapato en las costillas, escuchando los aullidos de dolor que se iban apagando
poco a poco, y diciendo a nadie o quizás a él mismo, por quién me tomás, te
creés que soy como vos... Y aunque sobre el suelo sólo quedaba un bulto informe,
por largo rato siguió pateando al vacío, con ganas de más.
miércoles, 7 de marzo de 2012
COMO DOS GOTAS DE AGUA
-Buenas tardes, señorita Lucrecia. No la vi salir- saludó sorprendido el encargado del edificio al abrirle la puerta de calle.
Clotilde sonrió divertida. Estaba tan acostumbrada a que ya desde niñas la confundieran con la hermana. A Lucrecia seguro le pasa lo mismo, se dijo al tomar el ascensor. Son como dos gotas de agua, decía la madre, y exacerbaba el parecido en la vestimenta y el peinado de las mellizas. A veces se permitía una ligera variante, un lazo rojo en los cabellos de Lucrecia, uno azul en los de Clotilde, pero eso tampoco era seguro, porque las hermanas los intercambiaban en secreto aumentando la confusión, y entonces resultaba imposible saber quién era quién.
Con el tiempo, lo que había empezado como un juego inocente se volvió deliberado: una estudiaba y la otra daba examen, otra recibía la llamada y una iba a la cita. Más tarde, a solas, se contaban una a otra los resultados de la sustitución, burlándose de los adultos. Siempre fuimos muy compinches, rememoraba Clotilde cuando el ascensor se detuvo en el quinto piso.
Lucrecia la estaba esperando, la puerta del departamento abierta.
-¡Feliz cumpleaños!- exclamaron a dúo, y entraron abrazadas. El espejo del comedor devolvió una misma imagen, repetida.
-Sabía que te ibas a poner ese vestido- afirmó Lucrecia, que lucía otro exactamente igual.
-Es que siempre tuvimos los mismos gustos- dijo Clotilde como quien repite una verdad incuestionable.
-Es cierto-, asintió Lucrecia, -siempre compartimos todo-. Y continuó: -Ponete cómoda, enseguida va a estar el té.
-¿Te ayudo?
-No hace falta, querida. Sólo tengo que poner el agua a calentar.
Clotilde recorrió con la mirada el comedor del antiguo departamento donde había vivido su infancia y parte de su juventud. Nostálgica, se inclinó sobre la mesa ratona y tomó un retrato:
-¡Qué linda estaba mamá en esta foto!
-¿Cuál?- preguntó Lucrecia desde la cocina.
- La del portarretrato de plata.
- Ah, ésa...Fue la última antes de enfermar.
- Pobrecita, cómo sufrió. Y vos, cómo la cuidaste hasta último momento.
- Era mi deber de hija- aclaró Lucrecia, regresando con la bandeja dispuesta para el té.
- También el mío...pero las cosas se dieron así. Yo estaba tan ocupada...
- Nunca te reproché nada- interrumpió Lucrecia.
- Ya lo sé, querida, sé que lo hiciste con todo amor- Clotilde deslizó una caricia sobre el rostro de la hermana. -Pero cuando pienso en todo a lo que renunciaste no puedo evitar sentirme culpable.
-No renuncié a nada y tampoco sos culpable de nada-. No había rencor en las palabras de Lucrecia. -Yo elegí esto y prefiero que siga así. Además, acordate que mamá siempre nos decía la familia unida, eso es lo primero.
- Y seguimos igual de unidas, sólo que ahora la familia somos vos y yo, solas.
- Sola yo, que no me casé. Vos tenés a tu marido.
- Que bien podría haber sido el tuyo-. La voz de Clotilde sonó neutra, pero las dos sintieron que la conversación iba tomando un nuevo giro, imperceptible para cualquiera. -Todavía me pregunto a cuál de las dos realmente quería...o quiere.
- A lo mejor a las dos. Digo, como a veces salía con una, a veces con otra...La cuestión es que te eligió a vos.
- Me eligió...es un decir.
Las hermanas se miraron, sin sorpresa, como dos jugadores que disputaran una partida cuyos lances conocían de antemano.
- Sabés cuántas veces me llama Lucrecia...- dijo una.
- Y a mí Clotilde- dijo la otra. Y continuó: -Yo le di la excusa de las reuniones de personal.
- De eso estaba segura-. Ahora era Clotilde la que hablaba. - Y el muy tonto cree que me convenció.
- Los hombres son tan crédulos- comentó Lucrecia poniéndose de pie. Con un gesto señaló las tazas y los platos: -¿Podrías...?
- Sí, yo me encargo- respondió Clotilde. Y agregó, intencionada: -No llegues tarde a la reunión...
Lucrecia sonrió sin decir palabra. Al fin y al cabo, siempre habían compartido todo.
miércoles, 29 de febrero de 2012
Largo cinturón de cobre y de volcanes
Largo cinturón de cobre y de volcanes
tembloroso latido de espuma y de salitre
tierra de Pablo y de Violeta.
Alguna vez anduve tu Mapocho y tu Alameda
viví hasta el fondo
la mirada oscura de tus rotos
la lujuria espléndida de tus frutales macedonias
y compartí el mar, el vino, los jabones
y la amistad sin par de Iván y Rosarito.
Hace tiempo, Chile,
cuando los dos soñábamos.
Después llegó Salvador y la esperanza
y salió el sol en el fondo de las minas
y fueron tuyos el carbón, la sal y la turquesa
y en pan nuevo floreció tu arcilla.
Pero entonces aullaron los malditos
los piojosos capitanes de la tierra
y hubo como siempre
un rechinar de espadas
un estrépito de balas
un estruendo de inmundicia
y las manos siempre abiertas, siempre largas
de los dueños del plástico y el dólar
emperadores del napalm y los misiles
deportivos traficantes de miseria.
Por tu herida sangra el continente
Chile hermano
rostro América del dolor.
tembloroso latido de espuma y de salitre
tierra de Pablo y de Violeta.
Alguna vez anduve tu Mapocho y tu Alameda
viví hasta el fondo
la mirada oscura de tus rotos
la lujuria espléndida de tus frutales macedonias
y compartí el mar, el vino, los jabones
y la amistad sin par de Iván y Rosarito.
Hace tiempo, Chile,
cuando los dos soñábamos.
Después llegó Salvador y la esperanza
y salió el sol en el fondo de las minas
y fueron tuyos el carbón, la sal y la turquesa
y en pan nuevo floreció tu arcilla.
Pero entonces aullaron los malditos
los piojosos capitanes de la tierra
y hubo como siempre
un rechinar de espadas
un estrépito de balas
un estruendo de inmundicia
y las manos siempre abiertas, siempre largas
de los dueños del plástico y el dólar
emperadores del napalm y los misiles
deportivos traficantes de miseria.
Por tu herida sangra el continente
Chile hermano
rostro América del dolor.
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