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lunes, 5 de noviembre de 2012

TODOS ESOS OJOS FIJOS

...si al menos abrieran un poco la puerta, pensó -el olor de los pedos llenaba la cuadra-, él miraría hacia afuera y no sentiría tanto ese fuego que le endurecía los muslos y que arrancaba de allí, de las puntas de los pies apoyados en el suelo, de los talones juntos y en alto, del vértice de ese ángulo que formaban sus piernas flexionadas.
Hacía casi una hora que estaban en esa posición, los brazos extendidos hacia adelante paralelos al suelo. Y esas agujas que les corrían por las nalgas y las distendían y hacían imposible contenerse. En cuanto se producía una variación en las paralelas, en cuanto los talones se apoyaban un momento, el cabo Gómez, retirando su borceguí del trasero del caído, gritaba: -¡Maricón, sábado y domingo sin franco!
Hasta ahora sólo habían caído dos de los ciento veinte, los más flojos, los maricones, los conchudos que no habían sido capaces de aguantar. Los demás aguantaban y en cuanto veían a alguno que empezaba a flaquear, el que estaba al lado le susurraba no aflojés, hay que demostrarle a estos hijos de puta que las tenemos bien puestas.
Él sentía que iba a ser el próximo en caer. Ya tenía un nudo en la planta de  los pies por el esfuerzo de mantener los talones levantados. Los brazos estaban a punto de caérsele, tironeados desde abajo por incontables poleas. Pero todavía aguantaba. Él también quería ser de los que las tenían bien puestas y no quería fallarle a los otros. Sobre todo no quería fallarle a Campos.
Todo empezó por la radio.
Recién terminaban de tocar diana, cuando el subteniente Riquelme, veintidós años escasos, casi la edad de ellos, entró en la cuadra gritando: -¡Atención, la compañía al pie de las camas!
Los ciento veinte dejaron los roperos abiertos y saltaron hacia adelante. Riquelme engoló la voz y gritó: -¡Soldados! Anoche el teniente Ruiz estuvo trabajando hasta tarde en su despacho y al irse olvidó la radio. Ahora no aparece. ¿Quién la robó?
Ciento veinte voces hicieron silencio.
- Muy bien, no quieren contestar, eh...¡Cabo Gómez! -llamó-. Que los soldados vacíen uno por uno los roperos. Usted va a controlar.
Desde el fondo de la cuadra se oyó una protesta: -Esto es injusto, mi subteniente.
Riquelme se puso pálido. La voz le temblaba: -¿Quién fue? -y la voz cayó en la e final.
-Yo, mi subteniente -y una silueta menuda dio un paso al frente.
-¡Nombre!
- Soldado Campos, mi subteniente.
- De modo que el sodadito se permite hacer observaciones a un superior...
-No es una observación, mi subteniente, pero yo estuve de guardia anoche y cuando entró el teniente Ruiz no traía radio.
Riquelme parecía desorientado, a punto de perder su dignidad.
La orden sonó seca como un disparo: -¡Al calabozo!
Nadie en la compañía había visitado el calabozo. Y ahora lo inauguraba Campos. El negro Gómez lo sacó de un empujón y ordenó a dos soldados que se lo llevaran. Y los que quedaron se prometieron dársela al negro Gómez.
Riquelme hizo abrir la puerta de la cuadra: -¡La compañía afuera carrera march! -ordenó, y a medio vestir, los borceguíes desatados, salieron hacia el campito, empujando en su carrera al subteniente Riquelme.
Y allí bailaron toda la mañana.
-¡Cuerpo a tierra! -y los que caían en los charcos salpicaban a los demás. -¡Salto de rana! -y algunos pisaban los cordones y rodaban por el barro. -¡Sacar petróleo! ¡Saltos para arriba! -y eso era lo peor, después de dar vueltas agachados la sangre subía a la cabeza, y al caer no se sabía qué o quién estaba
debajo- -¡Sentarse! ¡Arrastrarse! -y los abrojos se les metían entre las ropas.
Después Riquelme se cansó de que ellos no se cansaran y mandó traer el rancho. Estaban agotados, deshechos, las piernas casi no les respondían. Pero ninguno comió. La voz de Campos aún resonaba en sus oídos.
Riquelme se enfureció: -¡Esto es insubordinación! -En el baile había perdido el silbato y tenía la voz ronca de tanto gritar. -¡La compañía a la cuadra, carrera march! ¡Al pie de las camas, flexiones uno!
Y así estaban, casi una hora en esa posición
Miró de reojo a los que tenía al lado. Jorge estaba violeta, y el sudor mezclado con la tierra del rostro le dibujaba listas marrones en las mejillas. A cada instante repetía no doy más, no doy más, pero nadie le contestaba y seguía sin dar más pero dando todavía. En cambio Federico parecía no sentir nada. A veces un temblor le bajaba los párpados, pero los alzaba en seguida y clavaba los ojos en el respaldo de la cama. impávido y obstinado.
Otra patada, otro caído. Alonso, el dragoneante. Maricón, merecería que le sacaran las jinetas. Bah, qué tanto joder si él tampoco aguantaba más. Ni aunque pensara en los otros, ni siquiera en Campos. Pero no quería darle el gusto de una patada al negro Gómez. Ya lo tenía pensado. Simplemente se levantaría, le diría a Riquelme: -Mi subteniente, me siento mal, puedo salir...
Vio el desencanto en los ojos de Jorge, el desprecio en la rígida obstinación de Federico, el gesto indefinible de Riquelme...
Cuando salía se cruzó con un soldado que venía de la guardia: -¿Qué pasa, flaco, por qué los están bailando?
- Por la radio del teniente -respondió sin voz.
- La radio apareció. Ruiz la había olvidado en el casino. Yo vengo a darle el parte a Riquelme. 

(incluido en El viento, Editorial Dunken,  Buenos Aires, 2003)

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