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lunes, 25 de marzo de 2013

ANOTACIONES SOBRE LA GUERRA SUCIA ─ Héctor Tizón

Un oficial
En aquel otoño de 1976 ó 1981 llegó a su casa muy de madrugada, en realidad casi ya de día, aunque los lecheros no habían dejado aún la botellas en las puertas ni los diarieros los diarios. Los enamorados, satisfechos, dormían indiferentes; los raros gallos de la ciudad esperaban, pero los divanes de los prostíbulos ya estaban fríos. El coche lo dejó en la esquina porque él prefirió bajarse allí y caminar hasta el portal para sentir el aire fresco de esa hora. Las veredas estaban vacías, como es natural, y él debió, en el trecho de la casa vecina en construcción, descender a la calle para no pasar debajo de los andamios, que estaban hechos de tubos metálicos y en la punta de esos tubos alguien, seguramente uno de los obreros, había dejado olvidado un pañuelo que apenas si ondeaba en el viento del amanecer. Sus hijos dormían pero su mujer, que tenía el sueño liviano o simulado de las gatas, despertó con el imperceptible ruido del pestillo y preguntó si era él, y él dijo  "sí, soy yo", contrariado o asombrado por aquella voz. Cruzsiempreó el living a tientas y entró en el cuarto de baño. Allí se quitó la chaqueta y comenzó a lavarse las manos. Intentó mirarse en el espejo pero, sin luz, sólo era como una sombra sobre la luna. Se mojó la cara y se lavó las manos dos y tres veces. Después no quiso entrar en el dormitorio donde estaba su mujer y se echó sobre el sofá. Se tapó los oídos con algodones, pero enseguida sintió que algo extraño lo incomodaba sobre la piel de las manos. Regresó al cuarto de baño, se las lavó y cepilló y volvió a hacerlo nuevamente. Se tiró sobre el sofá -aún tenía los tapones en los oídos- y cerró los ojos,  pero no puedo conciliar el sueño; él, un hombre fuerte y disciplinado, que estaba seguro de todo, que creía que la Tierra era redonda y que los astros giraban alrededor del horizonte y que los cuerpos más pesados como la tierra tendían a colocarse debajo y los más ligeros como el fuego y el aire arriba, y así incluso había hallado la explicación del mar, situado sobre la tierra y debajo del aire; y que no había dos cosas parecidas y que las verdades eran nítidas y tenían su contrario y que éste era nítido también, como una verdad, pero abominable y subversiva, y que Dios era también el príncipe, aunque su cara estuviese reflejada en las aguas de un estanque y el viento, que es Dios, las agitara y confundiera, y borrara. Entonces se quitó las botas y el correaje de la pistola pero, aunque la luz del sol se obstinaba ya en colarse a través del ventanal, la mueca, el rictus de los labios, la mirada inmensa de aquellos ojos aterrados todavía estaban allí.
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Un gato

Él lo había dicho: si llegan a mí, no lo soportaré, porque creía que el cuerpo de un hombre sirve para todo menos para el dolor.
¿Y si después reaparecía y confesaba voluntariamente, lealmente? ¿Qué es lo que podría decir sin perder la cara, sin pecar? Que en un principio, sí, creyó ("Yo no vengo a pacificar sino a meter espada"). Sí, claro, vean ustedes mismos: los mercaderes y el templo y los hipócritas. Sólo queríamos lo bueno y lo justo. Pero no. Nadie quiere por ahora las confesiones espontáneas, sino el horror del potro de tormento. Es como un  juego y ninguno quiere cambiar sus apeles. Un hombre sólo obtiene su justificación en la carne de otro hombre: saber lo peor no nos consuela cuando lo peor es irremediable.
Al ser descubiertos pudieron escapar, disgregados, y él echó a correr en la noche, a lo largo de la calle junto al terraplén ferroviario. Ahora estaba aquí. Pero habían sido tres ¿dónde estarían los otros? No hay valientes, sino gente que enmascara su miedo. Sus pulmones estaban a punto de estallar cuando en su carrera encontró el galpón, aparentemente abandonado. ¿O sólo era domingo? En un estrecho corredor, entre cajones superpuestos, se echó a descansar, a respirar en calma, a esperar. Todo estaba oscuro, luego comenzó a clarear. Con las primeras luces distinguió la ventana, se arrastró hasta ella y con un dedo hizo un trazo sobre el polvo del vidrio: las casas del frente eran bajas y modestas. Apenas si llovía. Vio pasar un perro siguiendo a otro perro y, mucho después, a una niña.
Apoyó la frente en la ventana para verla mejor. ¿Adónde iría? También su hermana a esas horas quizá se aprestaba para ir a la escuela. A pesar de la diferencia de edades, aún jugaban o hacía que jugaban aunque al rato estaban jugando de verdad.
Su padre, el juez, había muerto hacía mucho, cuando cayó sobre el estrado en plena audiencia, y él había sido con él como su padre y también como el hermano de su padre y, a veces, como el hermano menor o su hijo. La madre apenas si contaba, ocupada todo el día en su consultorio. La madre le había prohibido llevar la gata a la cama. Pero cuando ella no llegaba para darle las buenas noches y conversar un rato simulando una visita de gente mayor, se desquitaba llevándola. Él había leído que un héroe, o un político famoso o un célebre gángster amaba a un gato; que en su despacho rondaba siempre entre las carpetas un gato mimado por los jóvenes, solícitos y fornidos guardaespaldas. Después transcurrieron varias horas en que nadie pasó junto a su ventana, ni siquiera esos perros vagabundos. Y otra vez anocheció. A tientas regresó a dormitar en el corredor entre los bultos apilados, pero inmediatamente oyó, no tan lejanas, las sirenas de los vehículos policiales. Y después, nítidamente, unas descargas como en una tormenta, como cuando se cierne la tormenta. Se acurrucó quieto en su lugar y trató de pensar en otra cosa.
Amanecía otra vez. Pero las sensaciones obstruían sus recuerdos, los tejados, una galería de gruesas columnas blancas en su casa paterna, en las montañas, durante las vacaciones densas y breves y donde  hacía siempre verano. Enseguida volvió a escuchar la clara, evidente llegada de automóviles y, de inmediato, creyó escuchar voces ininteligibles. Se arrastró entre los cajones apilados, apartándose del estrecho corredor. Después, paralizado, oyó que algo, un florero, una lámpara, un objeto rotundo caía haciéndose trizas en el suelo. Apoyándose en las rodillas y los antebrazos comenzó a buscar la salida, pero al cabo se dio cuenta de que iba en sentido contrario. Los ruidos se hacían más promiscuos, y también las voces, que antes creyó lejanas.
Entonces descubrió junto a uno de los cajones un trozo de alambre y no lo pensó más: trepó a los cajones y se colgó de uno de los tirantes del techo, en el momento en que el gato volvía a saltar echando al suelo otro de los frascos de pintura y los primeros trabajadores, que acababan de descender de los camiones, penetraban en el galpón esa mañana de lunes.

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