Hay algo en el
electrocardiograma que no está del todo bien, pero no es para preocuparse.
Cuídese de las emociones violentas, vigile la presión y venga a verme cada
tanto. Eso fue lo que dijo. Él sabrá, para eso es médico. Pero este dolor en el
pecho que me agarra, sobre todo a la noche. Cansancio, don Alberto, y las
preocupaciones, ya le dije; no tiene que hacerse mala sangre ni pensar demasiado,
total no va a arreglar nada. Ya sé que no voy a arreglar nada, a la Rosalía nadie
me la va a devolver, casi le digo, pero tenía razón. A usted la puedo visitar seguido
y hasta traerle unas flores, pero al Albertito, solo, allá tan lejos. Ni siquiera cuando se fue lo pudimos ver. ¿Se
acuerda de lo que decía en la carta? Voy a conocer el mar y a pelear por la
Patria. Fue entonces cuando empezó a
ponerse rara. Se pasaba los días tejiendo y tejiendo, sentada en el jardín,
mirando a lo lejos. Descanse un poco, mi vieja, le decía, ya son suficientes;
pero usted como si nada, no quiero que Albertito pase frío, y seguía tejiendo.
Sólo dejaba de hacerlo para mirar la foto. Qué lindo se veía con el uniforme,
con los otros conscriptos junto al buque. Cómo lloramos abrazados cuando lo
hundieron. Después guardó la lana, deshizo uno por uno los pulóveres, y dijo estoy
cansada, me voy a acostar. Y ya no se levantó. Se me fue tan rápido. Antes de
que terminara el otoño. Las plantas del jardín
tardaron más tiempo en secarse. Me dejaste solo, Rosalía. Y después el doctor me dice que no piense
demasiado...
Dejó la puerta
abierta, para que entrara el sol de primavera. Se sentó y puso sobre la mesa
las fotos de la esposa y el hijo. Las contempló en silencio largo rato. Con
vergonzosa ternura comenzó a acariciarlas suavemente. ¿Se acuerda, Rosalía,
cuando nos conocimos? La miré a los ojos y le dije, quién fuera noche para que
la iluminen esos luceros. Y usted a las carcajadas. Hasta en eso se le parecía el Albertito. Se
reía como comiéndose la vida.
No supo cuánto
tiempo estuvo así, hasta que una raya de sombra atravesó los retratos. Quizás
los ojos, vencidos por las lágrimas; o la luz que estaba menguando. Se levantó
y se dirigió hacia la puerta. De pie sobre el umbral, la figura de Albertito se
alargaba en una sombra delgada.
-Papá, estoy
de vuelta...
Don Alberto lo
miraba, incrédulo, temblando, el corazón latiéndole apresurado. Sólo entendió:
...- una balsa...otros heridos...el hospital...- pero no le importó seguir escuchando.
Sólo quería estrecharlo muy fuerte, y acariciarlo como cuando era chico. Abrió
los brazos. El hijo intentó sostenerlo, pero no pudo impedir que el cuerpo de
su padre lo arrastrara en su caída.
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