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miércoles, 4 de abril de 2012

UNA TRAGEDIA MODERNA

   Se llamaba Elina y amaba el teatro. La conocí ya mayor (cuando se tienen veinte años los de cuarenta son ancianos, y ella hacía rato que había superado ese límite), pero conservaba un cuerpo esbelto, con todo en su lugar y, sobre todo, unas piernas causantes de más de un ratoneo.
   En su juventud había sido actriz, no demasiado conocida según ella misma confesaba,lo que le había ocasionado la ruptura con la familia, una de las más tradicionales y conocidas de la ciudad. Esto y su falta de prejuicios en su modo de pensar y de vivir, la llevaban a hablar sin reparos de su variadas aventuras amorosas, pero eso antes del Negro, aclaraba, ahora sólo me dedico a él, se lo merece. El Negro era su segundo marido. Buen tipo, realmente. Yo lo conocía.
    Aunque me duplicaba largamente la edad, nos habíamos hecho muy compinches. Uno de los motivos de atracción fue que tanto ella como yo estábamos de paso en el Ministerio. Ella había conseguido el puesto por recomendación de un amigo, para no morirme de hambre cuando sea vieja, decía. Para mí era una sinecura hasta que terminara la Facultad. En cierto modo, los dos éramos o nos sentíamos marginales, y compartíamos una visión burlona de la fauna que nos rodeaba. Yo, porque me creía el elegido. Ella, porque ya estaba de vuelta.
   El otro motivo fue la común pasión por el teatro, mejor dicho, por lo teatral, por el juego, que nos hacía comportarnos como dos histriones, personajes de una farsa donde el amor era el tema y nosotros los protagonistas. Con toda intención, adoptábamos actitudes ambiguas que despistaban a los demás, y provocaban los más diversos comentarios, desde "nos están tomando el pelo" hasta "son dos degenerados", que nos hacían desternillar de risa. Sin hablar de la psicóloga del Departamento de Personal que hacía rato nos tenía en la mira.
   Hasta que entró en escena Miguel, el tachero que en dos o tres oportunidades había llevado a Elina hasta su casa.
   -La primera vez que tomé el taxi -contaba-, fue a la salida de un casamiento. Yo estaba hecha una diosa, maquillada y con un vestido abierto al costado. Él me relojeaba por el espejito, sin mucho disimulo y enseguida empezó a hacerme el verso. Nada lerdo el muchacho, aunque poco original. No creas que me disgustaba, al contrario. ¿Sabés lo que significa para una mina de mi edad que un tipo veintitantos años menor la quiera levantar?
Decidí darle calce.
   -Ahorrame los detalles -la interrumpí ansioso, previendo lo que seguía. -¿Cómo termina la historia?
   -Me pidió que me acostara con él.
   -¿Y qué le contestaste? -la pregunta sonó indiferente. Sin embargo...
   -Que sí.
   ... sin embargo estaba esperando que me dijera que no. Me sentí traicionado.
   -Dejate de joder, no seas loca. Es mucho menor que vos -dije, tratando, sin demasiado éxito, de dar a mis palabras un tono de reconvención.
   Elina me miró sorprendida:
   -¿Desde cuándo te preocupa la diferencia de edad? -preguntó-. Más de una vez me dijiste que te gustaría tener una experiencia con una mujer mayor.
   Touché. A partir de ahora la farsa empezaba a desmoronarse. Me puse en guardia.
    -Es que yo soy medio perverso -dije, intentando el sarcasmo, pero sólo resulté patético.
   Nunca voy a olvidar la mirada de Elina en ese momento. Y sus palabras que me des-nudaron por dentro:
   -Estás celoso de Miguel.
   Iba a responderle: -Para nada-, pero no lo hice. Los dos sabíamos que no me creería, que finalmente la farsa había quedado al descubierto. Pero sólo yo la había tomado en serio. Para ella siempre había sido un juego, y yo ni siquiera el juguete preferido.
   Desde ese momento la odié.
   A nadie pasó inadvertido el cambio en nuestra relación. Apenas la saludaba. Los primeros días ella intentó un acercamiento, pero terminó por replegarse tras un silencio expectante. Yo me mostraba agresivo, siempre suspicaz. La conciencia del engaño todavía me molestaba. Empecé a seguirla, disimuladamente. Así supe que todos los mediodías, al salir de la oficina, se encontraba con Miguel y se iban juntos en el taxi, rumbo ¿a dónde?, al placer, pensé con amargura. Un placer del que yo estaba excluido.
   Sin embargo extrañaba nuestra antigua camaradería, las comunes confidencias. Hasta que un día la situación se me volvió insoportable y la invité a tomar un café. Tenemos que hablar, le dije, y hablamos, hablé toda la tarde. Le pedí disculpas, hay que saber perder, confesé,me alegro dijo ella, te estás volviendo adulto, y yo sonreí torcidamente. Después, como al pasar, le pregunté cómo iba la historia con Miguel. Nos encontramos en casa, dijo, todos los viernes, ese día el Negro se reúne con los amigos. Degenerada, pensé, meterle los cuernos al marido en la propia casa. Súbitamente sentí por él una solidaridad de macho engañado.
   Nos despedimos con un beso, como antes.
   La del viernes fue una mañana como todas en la oficina. Al salir, hice a Elina un gesto con el pulgar levantado mientras le guiñaba un ojo.  Me sonrió, feliz.
   A la tarde no fui a la Facultad, no hubiera podido concentrarme. Pensaba constantemente en Elina y Miguel. Pensaba, sobre todo, en la escena que se iba a desarrollar cuando la vieja puta viera entrar al marido, a quien un llamado telefónico anónimo había puesto sobre aviso. 

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