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viernes, 22 de junio de 2012

LO QUE ME CONTO MI ABUELA

Al principio ninguno lo tuvo en cuenta, aunque era imposible no verlo, ese resplandor de acero en medio de la noche, como una botella desgarrada de luna. Alguien quiso acercarse, pero después de saltar el pozo había que cruzar el bosque y quién sabe qué encontrarían, porque nadie lo había hecho antes y al fin y al cabo estaban lejos de la ciudad, para qué darle tanta importancia. Si el menos atacaran, si al menos alguno hubiera muerto, todos tendrían su víctima. Pero no. Apenas un rugido, largo y cálido como una siesta de verano.
Pronto fueron muchos más.
Silenciosamente, uno tras otro, descendían de los trenes, se deslizaban por los pasamanos de las escaleras, brotaban de las azotas, de los desagües, del bolsillo del chaleco, de los cosméticos y lápices de labios, del vientre de las embarazadas, de la sonrisa de algún niño. Recién entonces se sintieron en peligro y pensaron en organizar la defensa. Lo primero que hicieron fue reunirse asamblea. El presidente quería que se protegiera la residencia porque ante todo la ley, pero los generales afirmaron que frente a circunstancias extraordinarias sólo las armas, y el obispo lanzó anatemas desde su púlpito, y los intelectuales clamaron por el espíritu, y los sindicatos decretaron huelga general, y los ministros acusaron a los extremistas y los extremistas empezaron a fabricar bombas en serie para los ministros y las fuerzas del orden, y mientras tanto los rugidos eran ya el paisaje cotidiano donde todos se reconocían.
Poco a poco fueron olvidando que antes no había tigres y ahora los miraban sin sorpresa cuando caminaban por las calles o trepaban a los árboles del parque. Era hermoso verlos, duros y fuertes y salvajes, ese fulgor acerado en los ojos, esa espléndida crueldad de terciopelo. Pronto empezaron a poblar los sueños de los hombres, a deslizarse suavemente en sus noches, vestidos de amor o pesadilla. Entraban sin ruido en los cuartos, trepaban sobre los lechos todavía calientes del deseo y desgarraban brutales las carnes ya saciadas y el juego recomenzaba, hasta matar o morir. Otras veces lucían entorchados y desenvainaban espadas y la sangre corría y cada uno se alegraba de que no fuera la suya. O lucían corbatas de diseño exclusivo y se instalaban sonrientes detrás de un escritorio, o se asomaban a las pantallas de televisión y aconsejaban a los hombres y los hombres ya no se asombraban, porque los tigres estaban ahí, al lado de ellos y cualquiera podía reconocerlos.
Después fue cada vez más difícil. Aparecían y desaparecían intercambiando pieles y garras, rugidos y sonrisas, y los hombres comprendie4ron que sólo podrían escapar del desorden si terminaban con ellos. Primero uno, luego otro y otro y otro más, y cuando acabaron con el último tigre y quisieron descansar, sintieron que era muy agradable tener una piel rayada y unas garras recién nacidas.

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